20080906

Jazmines en la Plaza

El aire traía consigo un ligero aroma a jazmín que para Matías olía a gloria. Embriagado como estaba por el perfume de su compañera, sentía que flotaba entre las nubes y que podía palpar lo sublime. Voló durante largo rato en su mente, llegó hasta el Himalaya y quizá un poco más allá, pero luego regresó al verdadero lugar donde se encontraba: un banco cualquiera en una plaza cuyo nombre nadie recuerda.

Disimuladamente, miró hacia su derecha. Se maravilló por tener la fortuna de aún tenerla a su lado. Contempló uno a uno los cuatro lunares que decoraban su mejilla izquierda. Imaginó que eran constelaciones en un firmamento inmaculado. Puntos de interés en el mapa de una silueta perfecta. Matías la observaba detenidamente. Quería grabar cada detalle de ella en la película de su mente. Buscaba hacer eternamente suyo ese momento.

Su flequillo jugaba con el viento y, pensaba él, debía interrumpirle también en su lectura. Sin embargo, ella no se inmutaba. Continuaba leyendo el mismo libro de portada azul que solía acompañarla las últimas semanas. Sólo dejó de leer cuando sonó su teléfono, el cual ella atendió sin mucha prisa. El aprovechó entonces para escuchar su voz. Le encantaba escucharla. Para Matías, ella sonaba a esperanza, dicha y ternura. Su boca producía las notas de una canción de cuna que más allá de dormirle, le hechizaba.

De pronto, quiso hablarle. Preguntarle cualquier cosa sobre el libro que leía, o sobre el clima, o sobre los cuatros lunares de su mejilla izquierda que tanto le invitaban a soñar. Sin embargo, no lo hizo. No quiso importunarla y arruinar así el momento tan mágico que estaba viviendo. Ella, por otro lado, no encontró ningún obstáculo para hablarle a él. "¡Qué frío hace! ¿No es así?", le dijo con su cálida voz. Matías, por unos segundos, no le contestó: estaba muy ocupado experimentado lo que se siente tocar al cielo.

"¡Muchísimo!", alcanzó a responder cuando volvió en sí. Ella esbozó una sonrisa y prosiguió con su lectura, no sin antes apoyar su mano siniestra en el punto medio del espacio que los separaba a ambos. Fue en ese instante que se le ocurrió a Matías colocar su mano sobre la de su compañera. Quería expresar de esa forma lo que sentía por la dama a su lado. Después de todo, ¿qué podía perder?

Lentamente, fue avanzando su mano en dirección a la de ella. Con cada centímetro que se acercaba, sentía latir más fuerte su corazón. El tiempo se detuvo entre sus manos... o, al menos, esa fue la impresión que le dio a él. Lamentablemente, cuando por fin ya era inminente el contacto físico, ella se levantó de su asiento, dijo un "¡hasta luego!", y se marchó hacia su casa. Matías la observó partir.

A pesar del fracaso sufrido, el muchacho se sintió más feliz que nunca: la chica de sus sueños le había hablado. Cada día estaba más cerca -y de esto no le cabía ninguna duda a él- de por lo menos saber su nombre.