—¿Qué quieres ser cuando crezcas?
—¡Yo no voy a ser grande! —le había respondido ella con toda la
naturalidad de quien está muy seguro de lo que dice, mas su papá entonces la
sentó sobre su regazo, la abrazó y, a modo de suspiro, le dijo:
—¡Ojalá fuese eso posible, mi pequeña!
Y fue así como la niña supo que tendría que crecer. Como ella
misma diría años más tarde:
—Crecer forma parte de la inexorable ley de la vida.
A Mari tampoco le gustaba ver a nadie triste. Cuando eso sucedía, hacia todo cuanto estuviese a su alcance para remediarlo. Por ejemplo, en cierta ocasión que acompañó a su padre a comprar pan, vio a un chiquillo con ropa que no era de su talla y que llevaba un rastro de melancolía en la mirada. El aroma a pan recién horneado empapaba al ambiente.
—¿Por qué está triste ese niño? —le preguntó a su papá—. ¿Es
porque no tiene juguetes?
—Lo está porque quienes debían encargarse de hacerle feliz no
pueden hacerlo o se han olvidado.
—¡Qué pena! ¿Por qué se olvidaron de él? —le preguntó nuevamente
su hija con tanta compasión que de pronto su padre también se sintió
terriblemente mal por el pobre niño.
—No lo sé, pero no debieron haberlo hecho. —Y para animarla un
poco, luego agregó—: A ver... ¿qué se te ocurre que podamos hacer para
contentarlo?
Desde luego, Mari ya venía pensando en eso, por lo que, sin
dudarlo un segundo, contestó:
—¡Démosle un juguete!
—Algo de comer era lo que tenía en mente —dijo su padre, quien
además tenía en mente a su bolsillo.
—¡Buena idea, un juguete y algo de comer! —afirmó la niña con
emoción, y a su padre no le quedó más remedio que complacerla. Por suerte, Mari
contaba con un papá que se desvivía por hacerla feliz.
De comer, le compraron un pastel de queso y, para jugar, uno de esos aparatos que permiten ver imágenes tridimensionales a través de un visor. A Mari le había encantado uno que le habían regalado a ella y estaba segura que al niño también le encantaría. La cara de emoción que puso el chiquillo al recibir su regalo era difícil de poner en palabras, pero Mari lograba imitarla bastante bien cuando relataba lo ocurrido a su familia y amigos.
De comer, le compraron un pastel de queso y, para jugar, uno de esos aparatos que permiten ver imágenes tridimensionales a través de un visor. A Mari le había encantado uno que le habían regalado a ella y estaba segura que al niño también le encantaría. La cara de emoción que puso el chiquillo al recibir su regalo era difícil de poner en palabras, pero Mari lograba imitarla bastante bien cuando relataba lo ocurrido a su familia y amigos.
—¿Viste, Pequeña? ¡Tú lograste hacer feliz a un niño triste! —le
dijo su padre cuando ya estaban camino a casa.
—¿Yo? ¡Pero si fuiste tú quien compró todo!
—Sí, pero fue tu idea. Tienes el don de hacer feliz a la gente.
—¿En serio? ¿Como las hadas? –le preguntó inocentemente su hija.
—Supongo que sí, pero... ¿Qué tienen que ver las hadas con todo
esto?
—¡Es que las hadas son quienes hacen felices a los personajes de
los cuentos! —Le aclaró sabiamente la niña—. ¿Qué hubiese sido de Cenicienta
sin su hada madrina?
—¡Es que tú eres un hada! ¿No te lo había dicho ya?
—¿Yo, un hada? ¡Pero si las hadas vuelan y yo ni siquiera tengo
alas!
—No te preocupes por eso. ¡Ya te crecerán las alas cuando crezcas!
Y fue a partir de ese momento que la niña comenzó a sentir algo de
emoción por crecer. Ella quería tener sus alas de hada. Mientras tanto, decidió
dedicarse a hacer felices a quienes la rodeaban, para lo cual la verdad era que
Mari no tenía dificultad alguna.
En cierta ocasión cuando tenía ocho años y se encontraba jugando en el parque, vio a un niño que, oculto detrás de un árbol, observaba fijamente hacia el horizonte como si estuviese a la espera del gran acontecimiento de su vida.
En cierta ocasión cuando tenía ocho años y se encontraba jugando en el parque, vio a un niño que, oculto detrás de un árbol, observaba fijamente hacia el horizonte como si estuviese a la espera del gran acontecimiento de su vida.
—¿Qué haces? —Le preguntó nuestra hada al vigilante de poca edad.
—Shhh… Estoy esperando a que se aparezca un apache —respondió
entre susurros el niño–. Mis hermanos mayores me dijeron que habían visto a uno
aquí esta mañana. Así que, seguramente, si me quedo esperándolo acá, yo también
podré verlo. ¡Siempre he querido ver a un Apache!
Mari sabía que en ese parque no había apaches. Tal vez, en el
parque que quedaba al otro lado de la ciudad habría algunos, pero en este
estaba segura que no. Sin embargo, no quería desilusionar al niño y decirle que
había sido engañado por sus hermanos mayores, por lo que se le ocurrió una
idea. Fue hasta la jaula donde más temprano había visto a un pavo real y le
pidió al cuidador que le obsequiara una pluma de esa ave. Como nadie era capaz
de negarle nada a esta niña cuando te miraba con ojos de caramelo, pronto Mari
tuvo en su poder no una sino un manojo de plumas de pavo real. Las colocó
detrás de una lejana roca de modo que, vistas desde el otro lado, sólo se
pudiera ver la mitad superior de estas, y entonces llamó al niño que quería ver
nativos.
—¿Ves aquella piedra que está allá? –le dijo nuestra hada con
entusiasmo—. Detrás de ella, hay un apache escondido. Si te acercas un poco,
podrás ver las plumas sobre su cabeza, pero, ¡Ten cuidado! Esas plumas indican
que están en guerra, así que puede ser peligroso acercarse mucho.
—¡Sí, muy peligroso! —Asintió el niño, quien se acercó solo lo
suficiente para poder ver el tocado de plumas y luego prefirió marcharse a casa
para relatarle su aventura a sus hermanos, una y otra vez. Después de todo, no
todos los días se podía ver a un apache de verdad. Los niños se creen
cualquier cosa, y el día en que dejan de hacerlo, dejan también de ser niños.
En otra oportunidad, Mari pasó junto a una niña que estaba llorando en el patio de su colegio.
En otra oportunidad, Mari pasó junto a una niña que estaba llorando en el patio de su colegio.
—¿Oye, por qué lloras?
—Mis compañeras de clase van a hacer una fiesta y no me invitaron.
—No te preocupes —le dijo el hada—. ¡Nosotras vamos a hacer una
fiesta mejor!
Esa tarde, Mari recibió en su casa a la niña que había estado
llorando y, entre las dos, hicieron una fiesta del té que será recordada
por siempre por todos sus invitados. Asistieron todos los muñecos de la
anfitriona, así como también su perrita y su gata. Bailaron y se divirtieron
con todos ellos, incluso con un osito de fieltro que tuvo que recibir atención
médica porque se había desmayado de la emoción. Esta era la manera en la que
Mari trataba de alegrar a todos a su alrededor, a quienes orgullosa les decía
que ella era un hada. Una que todavía no tenía alas.
Durante más de un año, la joven hada examinó cada día el reflejo
de su espalda en el espejo buscando cualquier señal que pudiera indicar que sus
alas estaban por salir. Al cabo de un tiempo, la niña pasó a hacer este ritual
un día sí y otro no. Luego, cada semana. Después, cada dos. Posteriormente,
tres, y así sucesivamente hasta que, un buen día, algo terrible sucedió: Mari
simplemente dejó de creer. Se dio cuenta de que nunca tendría alas y que ya no
era un hada. En realidad, nunca lo había sido.
—¿Qué te pasa, Mari? —le preguntó preocupado su padre al verla
sentada en un rincón de la casa con la mirada perdida—. ¿Por qué ya no estás
tan alegre como antes?
—Nada. No te preocupes, papaíto.
—De un tiempo para acá, te noto desanimada. Diferente. Algo te
pasa.
—Es que… me di cuenta de que no soy un hada. —le confesó su hija
con tristeza—. ¡Gracias por hacerme creer que lo era, pero ya estoy muy grande
como para seguir creyéndolo!
—¿Y quién dijo que yo no te lo decía en serio?
—Nadie me lo ha dicho. No hizo falta. Ya sé que las hadas no
existen.
—Mariela… —Comenzó diciendo su padre con la solemnidad de quien va
a decir algo muy importante— ¡Tú eres un hada! Tú misma dijiste que el
propósito de las hadas era hacer felices a los protagonistas de los cuentos.
Para eso, no se necesitan alas ni varita mágica. ¿No te has dado cuenta de
todas las personas a quienes has hecho felices en todo este tiempo?
De pronto, los rostros de todas las personas a quienes había
ayudado le vinieron a la mente a la niña que había dejado de ser hada, incluidos
los del niño desamparado con su pastel de queso, el chico que quería ver
apaches, y la niña que tuvo una fiesta de té mágica.
—Sí, pero… pero… —Intentó decir Mari, mas no pudo completar la
frase. Se había quedado sin argumentos.
—Cuando te dije que tenías un don para hacer feliz a la gente, no
estaba mintiendo —le dijo su padre a la vez que le secaba las lágrimas con sus
manos—. Tú los alegraste con tus ideas y lo que hiciste por ellos. No
necesitaste poderes mágicos.
Mari sabía que su padre tenía razón: realmente había hecho felices
a muchas personas y animales sin utilizar otro poder que el de su imaginación.
Le dio un beso a su padre y salió corriendo al jardín con una sonrisa
adornándole todo el rostro. Estaba feliz porque nuevamente creía ser un hada.
Esta vez, una de las que sí existían.
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