20230728

Tardes de Domingo

Una vez alguien me dijo que era de mal gusto suicidarse un domingo. No me conocía aún, pero al verme contemplando el vacío desde un balcón del cuarto piso de la biblioteca central, cosa que solía hacer por aquellos días sin motivo alguno, se acercó y me soltó esas palabras. 

–¡Y ni se te ocurra hacerlo por la tarde! Los que descansan el fin de semana, están desanimados por la pronta llegada del lunes, y las pobres almas que trabajan, como los paramédicos de turno, lo último que querrían sería lidiar con una tragedia–. Agregó para justificar lo que había declarado antes. Nunca supe si me habló porque de verdad pensaba que iba a saltar o simplemente para iniciar una conversación conmigo.

–Allá se fueron mis planes para esta tarde–, le respondí. –¿Ahora qué voy a hacer?

–Podríamos ver una película aquí mismo– sugirió él. –Creo que hoy pasan un clásico de Chaplin–.

Y así fue como comenzó nuestro ritual dominical de pasar el tiempo juntos. Debido a compromisos familiares y por mi trabajo, sólo podíamos vernos ese día de la semana. De películas en la biblioteca pasamos a verlas en el cine, y cuando ninguna nos gustaba, explorábamos juegos de mesa o salíamos a comer. Y de esa manera estuvimos disfrutando de la vida, sin tapujos, una semana a la vez. En algún momento, él decidió robarme un beso, o yo permití que lo hiciera, y comenzó entonces el año más feliz de mi vida, si no de nuestras vidas.

Todo fue perfecto hasta que la situación del país lo llevó a tomar la decisión de emigrar lejos. Intentó convencerme de que me fuera con él, pero no me atreví a hacerlo. Pensaba en mi familia y en todo lo que me rodeaba; solo el hecho de empezar de cero en otro país me paralizaba. Durante esos últimos días juntos, nos vimos todo el tiempo, incluso cuando no era domingo, y nos prometimos no dejar de escribirnos. Al principio, cumplimos esa promesa a cabalidad, pero a medida que transcurrían los meses, la rutina diaria y nuestras responsabilidades se interpusieron, y poco a poco rompimos nuestro pacto. De aquel amor tan impoluto, solo nos quedaron los recuerdos.

Continuamente me preguntaba cómo le estaría yendo. ¿Seguiría en el mismo trabajo? ¿Habría cambiado de ciudad? ¿Estaría disfrutando de su nueva vida? Sentía el impulso de escribirle un mensaje de texto, pero siempre encontraba una excusa para posponerlo. “Seguro está ocupado ahora”, o, “Mejor durante el fin de semana”, me repetía. Y así, el tiempo se me escurría entre los dedos. 

Pasaron los años, pero una mañana de junio, de pronto, lo volví a ver en un café local. Me tomó por sorpresa su presencia y, aunque pensé en acercarme a saludarlo, se le veía tan sonriente y bien acompañado, que no me atreví a hacerlo. Decidí irme a casa y de inmediato le escribí un correo electrónico para contarle que lo había visto y que me alegraba mucho verlo feliz. Me di cuenta de que eran sinceras mis palabras, y de esa manera supe cuánto lo había querido realmente.

Esa misma noche recibí su respuesta. Me confesó que no sabía si era feliz, pero que estaba haciendo todo lo posible por lograrlo. Me contó que se había comprometido con alguien y que había regresado al país para obtener los documentos necesarios para su boda. Me propuso vernos antes de su partida, pero al enterarme de que se casaría y no conmigo, opté por desearle lo mejor de corazón y buscar cualquier excusa para no encontrarnos. No quería revolver el pasado cuando me había costado tanto superar su partida.

Una madrugada, cuando ya las redes sociales se habían popularizado, desperté con una solicitud de amistad suya, junto a un mensaje donde decía que había vuelto a ver aquella película de Charlot que habíamos visto cuando nos conocimos, y que eso le había hecho pensar en mí. Al mirar su perfil, vi una fotografía de su boda y, aunque moría de ganas por decirle que yo revivía aquel día cada hora de mi vida, decidí no aceptar su petición. Sabía que sería imposible resistir la tentación de obsesionarme con cada detalle de su vida.

Desde entonces, no supe más de él durante mucho tiempo, hasta que hace unos días recibí la noticia de que, cansado de la vida, había decidido marcharse un domingo por la tarde. Lloré profundamente, tanto por lo que fuimos como por lo que pudimos haber sido, pero sobre todo por lo que no hice para acompañarlo en la distancia. Ni siquiera tenía idea de que lo consumía la tristeza.

Cuando recobré la calma en la mañana siguiente, me di cuenta de que la elección del día de la semana para su partida no podía ser una casualidad. Seguramente fue su intento de comunicarse conmigo, como si quisiera decirme con un guiño que no le importaba que fuera considerado de mal gusto lo que hacía, que no me había olvidado y que nunca había dejado de ser mío. Al igual que las tardes de domingo, que aunque llevabamos tiempo sin compartirlas juntos, en realidad nunca habían dejado de ser nuestras. Jamás dejarían de serlo.

20191221

La sonrisa de Ifigenia


Ifigenia despertó sin abrir los ojos. Los mantuvo cerrados aun cuando sabía que no iba a poder dormir de nuevo. Como todos los días, el sueño la había abandonado a las primeras señales del alba sin intención de volver hasta ya entrada la noche. Ella pensaba que, si pretendía que dormía, podría dilatar el inicio de ese día que tanto había llegado a detestar.

Recibió su primera llamada poco antes de las ocho. Trató de ignorar el persistente timbre del teléfono tanto como pudo, pero enseguida entendió que no lograría retrasar lo inevitable más tiempo. Había llegado el momento de levantarse de la cama y enfrentarse a los fantasmas de ese día.

—¡Sí, me quedé dormida! —asintió Ifigenia cuando su hija le preguntó si era por eso que no le había contestado la llamada más temprano—. ¿Van a venir más tarde?

—Sí. Iré con las niñas en lo que salga del trabajo.

—Aquí las espero. ¡Vengan con cuidado!

Ifigenia aceptó con un leve entusiasmo la noticia de que su hija del medio iba a poder visitarla junto a sus nietas. Aunque sabía que la casa no iba a estar tan animada como en sus mejores tiempos, al menos así no estaría tan desolada.  Ella estaba al tanto de que no pasaría el día sola: sus hijas y nietos que vivían en el mismo pueblo también la visitarían, pero a veces las sombras de quienes están ausentes opacan el resplandor de los presentes.

Ifigenia almorzaba las sobras del día anterior cuando recibió una de las llamadas que más esperaba. No hacia falta que él le dijera quién era. Ella podía reconocerle la voz al instante.

—¡Qué bueno que me llamas, mi Ángel! ¿Qué hora es allá?

—¿Cómo no la iba a llamar, abuela? No lo había hecho antes porque estaba trabajando. Acá son, más o menos, las siete de la noche.

–¡Qué! —exclamó la doña, a quien las diferencias horarias no dejaban de sorprenderle, año tras año—. Aquí apenas estamos almorzando.

Antes del anochecer, ya cada uno de sus nietos que tenía repartidos entre Inglaterra, Chile y Argentina, había telefoneado a su abuela para felicitarla. Luego de cada llamada, Ifigenia no podía evitar transportarse a una época reciente que ahora le parecía tan distante. Aquella en la que era feliz y no lo sabía, cuando tenía a sus cinco hijas y diez nietos en casa y la algarabía era tal que no podía hablar en paz con nadie. Un tiempo en el que su hogar siempre olía a cachapas y a mantequilla derretida.

Para la abuela, estrellarse contra la realidad era siempre la parte más difícil de dejarse llevar por el tren de la nostalgia. Ese momento en el que se percataba nuevamente de que ya nada era igual, y de que lo que una vez fue cotidiano, ahora podría no volver a ocurrir jamás.  Esta era la razón por la que ella trataba de no evocar el pasado, cosa que no podía evitar hacer en su cumpleaños.

Sin embargo, algo que Ifigenia no esperaba ocurrió mientras comía su pastel en compañía de los parientes que aún se encontraban en Venezuela: se sintió afortunada. Al ver a todos a su alrededor y recordar también cada llamada recibida, se dio cuenta de que aún tenía consigo a su familia, pues todos le habían dedicado unos minutos de sus días sin importar dónde estuviesen. La cumpleañera supo entonces que quienes se habían ido, en realidad nunca habían dejado de estar presentes; y en ese preciso momento, finalmente, Ifigenia sonrió.

20120929

Un optimista empedernido


El señor Eduardo besó a su esposa y se despidió de ella hasta la siguiente semana. Lo mismo hizo con su hija y sus dos nietos pequeños que vivían junto a ellos. Se subió a su oxidado Ford Zephyr del 79 y se marchó a la ciudad capital sin más compañía que su propio reflejo en el retrovisor. Se iba, como todas las semanas, con una sonrisa en el rostro y la nostalgia atada al alma. Llevaba ese peso sobre los hombros que solo llevan los que no desean marcharse.

Poco más de cinco horas de camino debía tomarle a don Eduardo arribar a su destino pero él se tardó más de seis. Además de que era poco lo que podía exigirle a su automóvil en materia de velocidad, al sexagenario le gustaba disfrutar del recorrido,  a pesar de que no era mucho lo que había para admirar más allá de las montañas en el horizonte y una vegetación tropical. Aún teniendo que atravesar el más espectacular de los paisajes, muchas personas se obstinarían de él si tuviesen que transitar el mismo camino todas las semanas. Eduardo no era una de ellas. Él no sabía cómo estar obstinado.

Al encender la luz de la oficina, el señor Eduardo notó que el reloj de pared marcaba las diez menos cuarto de la noche. Tomó un poco de agua y luego bajó hasta el sótano del edificio donde estaba la habitación que habían “acondicionado” para que fuese su alcoba: Un colchón tirado en el suelo, un escritorio haciendo las veces de mesa de noche, un poster en la pared con la imagen de una paradisíaca playa, y una minúscula ducha portátil. El sexagenario estaba más que satisfecho con su habitación: al menos así no tenía que pagar alquiler alguno.

Aún no había amanecido cuando sonó la alarma del despertador. Comenzaba otra jornada de trabajo y había que recoger a un cliente  a las siete y media de la mañana.  Al subir de nuevo a la oficina, abrió una de las ventanas que daba hacia la calle para tomar un poco de aire fresco, si es que existe tal cosa en Manila. Miró al firmamento buscando fútilmente las estrellas. En su pueblo natal solía pasar horas contemplando a esas chispas de luz en el cielo, pero en la gran ciudad sólo podía verlas con los ojos de la memoria.

Con apenas cinco minutos de retraso llegó al hotel donde lo esperaba su cliente. Toda una proeza considerando el tráfico infernal de la capital filipina.  Con una gran sonrisa en el rostro le explicó a su nuevo copiloto el itinerario del día y emprendió la marcha rumbo al primer destino: Tagaytay. “¿Cómo es posible que alguien llamado Eduardo no hable Español?”, le había espetado su cliente, en inglés, al escuchar a su guía turístico decir que no dominaba ese idioma. El pasajero se llamaba Ezequiel y provenía de algún país suramericano. La verdad era que en aquel peculiar país del sureste asiático, lo único que se conservaba intacto de la nación que por  más de 300 años los había colonizado eran la religión y los nombres propios.

El calor era inclemente pero afortunadamente el automóvil de la empresa, a diferencia del Zephyr, tenía aire acondicionado. El señor Eduardo, siempre con una sonrisa, respondía a las preguntas que su cliente le hacía sobre los lugares que iban recorriendo. El día transcurrió según lo planificado con la salvedad de que no pudieron acercarse hasta el volcán más pequeño del mundo por encontrarse en alerta de actividad. A las seis de la tarde, el guía turístico dejó a Ezequiel de vuelta en su hotel y regresó a su oficina con la satisfacción de saber que hizo un buen trabajo. 

De nuevo en su morada improvisada, don Eduardo llamó por teléfono a su señora para contarle sobre su día y desearle las buenas noches. Luego de cenar cualquier cosa que encontrase en la nevera de la oficina y de ocuparse de su aseo personal, Eduardo se dispuso a dormir desde temprano. Había sido un largo un día y habría otro cliente a quien recoger a la llegada del alba. Sin embargo, lo único que importaba para él era que estaba un día más cerca de volver a casa. Después de todo, él no era más que un optimista empedernido.

20120301

La Plaza de las Golondrinas


No todos los días transcurrían de la forma que Margarita hubiese querido. Ella preferiría tener, cada mañana, la oportunidad de desayunar con su madre; los mediodías, de almorzar con su papá;  en las tardes,  de jugar con su sobrino y  conversar con sus hermanos;  por las noches, de salir a tomarse algo junto a sus amigos de toda la vida;  y justo antes de dormir, de  llenar de besos y abrazos a su abuelita. Lamentablemente, la muchacha pocas veces tenía la ocasión de realizar al menos una de estas cosas: las distancias se lo impedían. Sin embargo, nadie que la observase por la calle o en su trabajo, se daría cuenta de lo poco que sus días reales se parecían a su jornada perfecta. Margarita siempre daba la impresión de ser la niña más feliz del mundo.

Indudablemente, ella vivía contenta. ¿Por qué iba a permitir que la soledad le amargase la existencia? Todas las noches se iba a la cama con una buena dosis de esperanza: tenía mucha fe en que, tarde o temprano,  volvería a reunirse con sus seres queridos de forma constante. Por los momentos, le bastaba con lo mucho que las telecomunicaciones le acortaban las distancias. Era una optimista sin remedio y ella lo sabía. Le gustaba serlo.

No es de extrañar entonces que, a sus compañeros de trabajo y vecinos, les encantase disfrutar de la compañía de Margarita. ¿A quién no le gustaría estar junto a una persona que muy pocas veces esté amargada y que se ría con frecuencia?  Ella les ayudaba a levantar el ánimo del grupo, y por eso siempre la invitaban a todo cuanto hacían; lo cual no quiere decir que la muchacha siempre aceptase, pero por lo general… lo hacía.

En diversas ocasiones, iban a tomarse algo al bar que estaba situado frente a la plaza de las golondrinas. Margarita nunca recordaba el nombre real de la plaza, por lo que se refería a ella de ese modo. En dicho lugar, había también una fuente de mediano tamaño. Muchas veces, la joven se ausentaba un rato de la mesa donde estaban sus amigos y se iba hasta la fuente a contemplarla unos minutos. Más por costumbre que por superstición, también arrojaba una moneda al agua y pedía un deseo. En realidad, no pedía nada en concreto. Simplemente, pensaba en su familia y amigos queridos. Le relajaba un poco hacer eso.

Margarita acababa de lanzar una moneda cuando conoció a Ignacio. “Dicen que si arrojas dos monedas, el deseo se te cumple el doble de rápido”, fue lo primero que le dijo él. Ella no se había percatado de su presencia. Cuando lo vio, a pesar de que le intimidaba un poco su mirada, había algo cálido en ella que le daba una sensación de seguridad y bienestar, por lo que decidió seguirle la corriente. “¿De verdad?”, le replicó, y acto seguido arrojó una segunda moneda a la fuente.
“¡Sí! ¡Ya verás qué rápido se te cumple!”, le contestó Ignacio al mismo tiempo que se arremangaba la camisa. Margarita se sorprendió mucho al ver cómo el muchacho introdujo su brazo en el agua –la cual debía estar casi congelada- y recogió las dos monedas como si nada. “¡No te vayas!”, le susurró, y en seguida se marchó hacia los alrededores de la plaza.

La muchacha no comprendía nada, mas, de todas formas, decidió esperar al extraño chico. Por fortuna, fue poco el tiempo que tuvo que hacerlo. “¿Viste qué rápido se te cumplió tu deseo?”, le dijo él mientras le entregaba una de las dos tazas que traía consigo. “Ehhh... ¿cuál deseo, si se puede saber?”, le cuestionó Margarita. “¿No pediste poder beber una buena taza de chocolate caliente en este momento?”, le replicó Ignacio. “No lo creo,” contestó ella, “ni siquiera soy muy fanática del chocolate”. “Mis disculpas, entonces”, le dijo él, “evidentemente, fue mi deseo lo que la fuente cumplió”.

-H.G.

20110618

Sombras de Junio

Sombras de Junio cubren mi alma,
el llanto invisible de la melancolía.
Vestigios de un ayer oxidado me persiguen,
camuflados en la penumbra de un adiós sin dueño.
Y el dolor que se escurre a través de mi memoria,
tan solo huye de los fantasmas de la Gloria.

Corro sin rumbo y sin destino,
dejando huellas en un camino de recuerdos.
Una suave brisa mi tristeza acaricia,
a la vez que la luna me invita a jugar con ella.
Un, dos, tres vueltas al olvido.
Ocho, nueve, diez anhelos escondidos.

Y la noche se esparce por mi mente,
donde la nada todo se vuelve.
¿Por qué llueve siempre en mis sueños?
Prefiero creer en primaveras de invierno
y que en el horizonte la esperanza se oculta,
llena de miedos marchitos e ilusiones de infortunio,
esperando se desvanezcan...
las sombras de Junio.

20101217

Bajo la mirada de Chopin

Se bajó del avión jurando que nunca más volaría de nuevo. Siempre juraba lo mismo, aunque continuamente quebrase su promesa. Había algo en la experiencia de volar que detestaba, mas no se trataba de una fobia. Simplemente, odiaba todo lo relacionado con subirse a una aeronave y bajarse de la misma. En particular, lo que más repulsión le causaba era pasar a través de los mecanismos de seguridad. A pesar de que en todo momento cumplía las normas al pie de la letra, no podía evitar sentirse nervioso mientras se despojaba de sus prendas de metal.

Tuvo que esperar 40 minutos en cola para que finalmente un oficial de inmigración con la simpatía de un ladrillo le sellase el pasaporte, y 30 minutos más para poder retirar su equipaje. Luego de esto, obtuvo algo de dinero en moneda local de uno de los cajeros bancarios disponibles y, posteriormente, salió del aeropuerto hacia el ala izquierda, donde aguardaban los taxistas legales.

“¡Dzień dobry!”, le dijo al conductor del taxi. Era lo único que sabía en polaco, no obstante el hecho de haber vivido con una chica de esa nacionalidad durante ocho años. “¡Centrum, please!”, agregó luego para indicarle que quería ir al centro de la ciudad.

Se registró en el hotel bajo un seudónimo: nunca estaba de más un poco de precaución. Como ya era de noche, decidió cenar cerca del lugar donde se hospedaba para luego volver a su habitación a planificar lo que haría al día siguiente. La taquicardia que sentía le recordaba que ya no podía esperar más. Ya lo había hecho por cinco años. Sin duda, era demasiado tiempo.
Aún recordaba con pena aquella noche en la que, al volver a casa luego de un duro día de trabajo, no la encontró allí. No solo faltaba ella, sino también todo indicio que pudiese indicar que alguna vez su novia había existido. Ambos sabían que ese día llegaría. Ninguno de los dos quería que eso sucediera.

“Si me descubren, tendré que desaparecer de improvisto y por tiempo indefinido. Cuando haya pasado el peligro, entonces haré contacto contigo. Antes no”, le había dicho Anastazja en cierta ocasión.

“¿De cuánto tiempo estamos hablando?”, quiso saber él.

“No lo sé, pero será un buen tiempo”, le había contestado ella. “Voy a crear una cuenta de correo en gmail con el usuario louise1849, y la clave será tu nombre más el año que nos conocimos. Por esa vía será que te contactaré si esto llegase a pasar, mas no antes de seis meses”.

“Entiendo, pero… ¿realmente crees que esto pueda pasar?”.

“Conoces mis circunstancias”, había dicho la precavida chica. “Sabes que todo es posible”.

Por sus circunstancias, se refería al hecho de que Anastazja, aunque de madre polaca, en realidad había nacido y vivido parte de su vida en Rusia (la otra parte la había transcurrido en Polonia). Su padre había sido un agente encubierto de la KGB en diversas partes del mundo durante los años de la guerra fría. Mucho después de la Perestroika, cuando ella tenía 19 años, Nastia –así le decía su papá- fue testigo de cómo unos hombres irrumpieron en su hogar y asesinaron a sus padres. A la chica también le habían disparado, con el único detalle de que milagrosamente había sobrevivido.

Cómo había sido capaz de identificar a uno de los asesinos –quien había sido un antiguo jefe de su padre-, el gobierno ruso, como medida de protección, le otorgó una nueva identidad. Apenas se hubo recuperado, cómo sabía que tener una nueva persona no sería suficiente para mantenerla alejada de esa gente tan peligrosa, decidió emigrar al Reino Unido, país donde pensaba podría iniciar una nueva vida.

De hecho, así había ocurrido en un principio, ya que con lo que había salvado de la herencia de su padre había logrado completar una carrera en computación y también, más tarde, se había enamorado. Él único detalle era que había conservado la identidad que el gobierno de su país le había dado, y estaba consciente que sería solo cuestión de tiempo antes de que los mafiosos que andaban detrás de ella dieran con su nombre falso –Irina Vólkova- y la rastreasen. Ella le había contado toda su historia a su prometido, quien había sido muy comprensivo, mas no le había dicho que llevaba tiempo preparándose para cuando lo inevitable sucediera. Inclusive, había conseguido en el mercado negro una nueva vida. Su novio, pensaba ella, se enteraría en su debido momento.

Cinco años en lugar de seis meses había tardado Anastazja, alias Irina Vólkova, en comunicarse con su prometido. Era el tiempo que le había tomado cerciorarse de que estaba relativamente a salvo. Su novio ya había comenzado a perder las esperanzas, al punto de que ya no revisaba diariamente la dirección de correo especial que ella le había creado. Por esta razón, su corazón se paralizó por un instante el día que, al iniciar sesión en la cuenta, encontró un mensaje nuevo. Sin embargo, para su desilusión, el correo en cuestión parecía ser un spam. El asunto decía simplemente Hey Matt!, y la dirección del remitente era: hot_stocks_1810@yahoo.com. El cuerpo del mensaje contenía apenas lo siguiente:

Check this out: 6, 19-21

Todos los indicios sugerían que se trataba de un correo basura, excepto por un detalle: nunca antes, en el tiempo que llevaba revisando esa cuenta, había recibido ninguna clase de mensajes, ni siquiera spam. Era muy sospechoso que de pronto empezase a llegar este tipo de correos. Ahora bien, si de verdad lo había enviado Nastia, lo que no entendía era por qué estaba dirigido a un tal Matt si su nombre era Andrew. Nada tenía sentido.

Pasó una semana sin que ningún otro mensaje llegase al buzón electrónico, por lo que cada día Andy estaba más y más convencido de que se trataba un acertijo de parte de ella. Los números parecían indicar un fragmento de la Biblia (capítulo 6, versículos del 19 al 21), pero… ¿de cuál libro? Hay muchísimos en las Sagradas Escrituras.

Fue entonces cuando le encontró sentido al “Matt” en el asunto del correo: se refería a Matthew, es decir, Mateo 6,19-21. Frenéticamente, buscó la copia de la Biblia que había estado reposando eternamente a un lado de la estantería ubicada en la sala de estar. La frase que encontró, le dejó más perplejo de lo que ya estaba: Donde está tu tesoro, allí está tu corazón".

Buscó durante horas en Google un significado a esa fragmento bíblico, mas todo lo que encontró fueron interpretaciones religiosas. Resignado, se fue a dormir un poco desmoralizado. Al parecer, había interpretado mal el correo. No obstante, apenas pusu su cabeza sobre la almohada, el significado de la frase le vino a la mente como una revelación bíblica: ¡Fryderyck Chopin! El compositor favorito de Nastia.

Durante una visita a Varsovia con su novia, Andy recordó que en un museo había leído la historia referente al corazón del célebre pianista. Chopin había vivido los últimos años de su vida en París y allí había fallecido en 1849, pero en su lecho de muerte había pedido ser enterrado en Varsovia, la ciudad que tanto quería. A pesar de sus deseos, transportar el cadáver del músico hasta Polonia había resultado imposible, por lo que su hermana Ludwika, que en inglés vendría siendo algo así como Louise, decidió tomar únicamente el corazón de Chopin y llevárselo consigo a su país.

Una breve investigación por Internet le arrojó a Andy que el corazón del compositor estaba enterrado bajo una columna de la Iglesia de la Santa Cruz, muy cerca del palacio presidencial en la capital polaca. Sin duda alguna, era a Varsovia donde tenía que ir.



Esa mañana, Andy desayunó rápidamente en el hotel y partió rumbo a la famosa iglesia. Al llegar allí, buscó la columna bajo la cual estaba el corazón del músico, pensando que sería una especie de mausoleo. En este sentido, se decepcionó un poco al descubrirla: no era más que una gran columna. Por otro lado, se llenó de satisfacción en cuanto leyó en la mencionada pieza arquitectónica, la misma inscripción bíblica que su novia le había sugerido en el correo.




Mientras examinaba el lugar en busca de algún indicio de Anastazja, un anciano sacerdote se acercó hasta él y comenzó a recitarle algunas oraciones en polaco. Andy intentó pretender que agradecía el gesto del cura y que también oraba, pero no fue necesario: el clérigo se le acercó al oído y le dijo en perfecto inglés que una joven le había indicado que una persona con exactamente las mismas características de Andy, se aparecería en la iglesia esa semana. El padre tenía en su poder una carta de Nastia dirigida a él.

En privado y con mucha emoción, Andrew leyó el mensaje que su novia le había dejado. La carta tenía una sola línea: ¡Búscame en el retrete real!. Andy se sintió abatido. No quería continuar resolviendo acertijos.

Volvió hasta la Iglesia y le mostró al sacerdote el contenido de la carta. Quería saber si este tenía alguna idea sobre qué había querido decir su prometida en la carta, aunque no tenía muchas esperanzas. Contra sus pronósticos, el cura le dijo que seguramente la carta se refería al parque Łazienki, ya que literalmente significaba “baño” en polaco, y en dicho lugar estaba situado un palacio real. Tenía sentido lo que decía. Sin embargo, el mencionado parque era el más grande de Varsovia, cómo saber adónde en específico tenía que ir?

Recordó entonces que ya había estado una vez en ese sitio. Había ido con Anastazja porque ella quería que él conociera su lugar favorito en toda Varsovia: el Monumento a Chopin. Era una estatua gigante del músico que estaba situada frente a un pequeño lago en Łazienki. Andrew no tuvo más dudas.




Era invierno, por lo que el lugar no se le antojó tan majestuoso como le había parecido aquella lejana mañana otoñal en la que había estado allí por primera vez. Aún así, podía sentir algo mágico en ese sitio. Sin perder tiempo, se acercó hasta la estatua en busca de alguna pista, pero todo estaba lleno de nieve. Tan sólo se podía ver la figura del pianista, quien estaba sentado sobre un árbol con la mirada perdida hacia un costado. ¡Eso era! ¡La mirada! Corrió hasta el lugar hacia donde apuntaban los ojos de Chopin y escarbó en la nieve. Al poco rato, logró ubicar una pequeña caja roja de metal, la cual abrió enseguida. En su interior, encontró una llave con una dirección: "39 Freta".


Andrew consultó por medio de su móvil la ubicación de la referida calle y encontró que estaba situada muy cerca del centro histórico de la ciudad. Salió corriendo del parque y tomó el primer tranvía que pudo hasta el Old Town. Caminando por las viejas calles del casco central de Varsovia, se maravilló ante la belleza del mismo aún cuando tuvo que ser reconstruído casi en su totalidad luego de la guera. Casi todo había sido destruido y, sin embargo, allí estaba la ciudad de nuevo. Altiva y desafiante.




Al llegar al número 39 de la calle Freta, probó la llave que había hallado antes en la puerta y se percató de que no encajaba. Examinando la fachada de la casa, encontró un buzón de correos junto a la entrada, el cual logró abrir con el objeto que obtuvo en el parque. Adentro, se topó con otra llave, la cual sí encajó con la cerradura de la puerta principal.

Agnieszka Cichocki leía un libro sobre su cama cuando escuchó la puerta de su casa abrirse. Echó la obra que estaba leyendo a un lado, removió las gafas de lectura de su cara, se ajustó la bata de seda que llevaba puesta, y miró con ansías hacia el umbral de la habitación. ¡No podía mantener la calma!



Cuando finalmente Andrew se asomó en la alcoba, una sonriente Agnieszka apenas le dijo: "¡Pensaba que nunca llegarías!". Todo lo demás, la mujer anteriormente conocida como Irina Vólkova se lo dijo con la mirada.

20101107

Religión sin religiones

Los mejores amigos no son aquellos que más tiempo han compartido contigo, ni los que se ríen de todos tus chistes o te acompañan de fiesta en fiesta. Los mejores amigos son los que, de una u otra manera, piensan como tú. Pocas cosas pueden superar la sensación que provoca conversar con alguien que llega, genuinamente, a las mismas conclusiones a las que has llegado por sus propios medios. La forma de pensar es, tal vez, la característica más importante y también la más subestimada a la hora de evaluar a una persona.

Es tan vital la forma de pensar que muchas veces sin estar conscientes de ello, acabamos rodeados de personas que opinan de manera semejante a nosotros. El punto negativo de esto es que, en varias ocasiones, cuando nos vemos en medio de gente con ideas muy diferentes a las nuestras, tratamos de forzar nuestra forma de pensar en ellos. Si no piensan como yo, entonces están mal.

Sucede en política y en cuanta actividad humana exista, incluso en lo concerniente a aficiones deportivas, pero sobretodo ocurre, con consecuencias mayoritariamente catastróficas, en todo lo relacionado con religión. Si no crees en lo que yo creo, entonces debes ser castigado.

Así, vemos a católicos “evangelizando” a tribus indígenas para que abandonen sus creencias paganas y se postren a adorar a Dios … y eso dejando de lado a las infames cruzadas. Musulmanes suscribiéndose a una guerra “Santa” en contra de los infieles, es decir, nosotros; simplemente porque no compartimos sus creencias. Judíos conformando comunidades muy cerradas debido a que son el pueblo predilecto de Dios y todo lo ajeno a ellos es impuro. Testigos de Jehová visitando casa por casa tratando de persuadir a los valientes que los reciben para que se unan a ellos: los únicos que serán salvados y vivirán eternamente luego del Juicio Final… y también observamos a ateos tratando de convencer al resto del mundo de que Dios no existe.

¡Tantas muertes se han causado en el nombre de Dios! Y lo peor es que realmente no sabemos quién es Él. Todas las religiones del mundo, mayores y menores, incluyendo a los ateos, creen tener la razón… mas, lo más probable, es que ninguna la tenga. La verdad es simple: no sabemos. Por ejemplo: las religiones cristianas basan sus códigos y creencias en la Biblia, aceptada y reconocida como la Palabra de Dios, pero acaso hay garantía, aún aceptando como cierta la historia de Jesucristo, de que todo lo escrito en el Antiguo y Nuevo Testamento provino de las plumas de personas sagradas e iluminadas por Jehová, y no de algún arameo con mucha imaginación? Ni siquiera sabemos por cuántas manos pasó la Biblia durante el período conocido como “Oscurantismo” para andar afirmando que el libro realmente es sagrado. Y algo similar ocurre con el Corán, las Sagradas Escrituras del pueblo judío y con todo libro sagrado de cualquier religión (ya que todas tienen al menos un libro sagrado).

Como le dije a un amigo ateo recientemente: “yo no te puedo demostrar científica e irrefutablemente que Dios existe, pero tú tampoco me puedes demostrar lo contrario”. La única forma de saber a ciencia cierta qué hay después de la vida es muriendo… y para entonces ya es muy tarde para contarle al resto del mundo sobre tu descubrimiento.

A la final, cada quien debe creer –o no creer-, en lo que quiera, en lo que más le llene. A mí me satisface creer que sí hay un Dios, y que al morir nos reencontraremos con todos nuestros seres queridos que poco a poco nos han ido abandonando si somos buenos y no le hacemos daño a nadie. Pero si a otra persona le gusta creer en Allah, Krishna, Yahvé, Jehová, Ra, Zeus o Maradona: ¿Quién soy yo para impedírselo?

¿Por qué tenemos que convencer al prójimo de que crea en lo que yo creo? Mientras no se le haga daño a nadie, cada quien que tenga fe en lo que quiera creer.

Como dijera el gran filósofo McCartney: “Live and let die!”.