Ifigenia despertó sin abrir
los ojos. Los mantuvo cerrados aun cuando sabía que no iba a poder dormir de
nuevo. Como todos los días, el sueño la había abandonado a las primeras señales
del alba sin intención de volver hasta ya entrada la noche. Ella pensaba que, si
pretendía que dormía, podría dilatar el inicio de ese día que tanto había
llegado a detestar.
Recibió su primera llamada poco
antes de las ocho. Trató de ignorar el persistente timbre del teléfono tanto
como pudo, pero enseguida entendió que no lograría retrasar lo inevitable más
tiempo. Había llegado el momento de levantarse de la cama y enfrentarse a los
fantasmas de ese día.
—¡Sí, me quedé dormida! —asintió
Ifigenia cuando su hija le preguntó si era por eso que no le había contestado la
llamada más temprano—. ¿Van a venir más tarde?
—Sí. Iré con las niñas en lo
que salga del trabajo.
—Aquí las espero. ¡Vengan con
cuidado!
Ifigenia aceptó con un leve
entusiasmo la noticia de que su hija del medio iba a poder visitarla junto a sus
nietas. Aunque sabía que la casa no iba a estar tan animada como en sus mejores
tiempos, al menos así no estaría tan desolada. Ella estaba al tanto de que no pasaría el día sola: sus hijas y nietos
que vivían en el mismo pueblo también la visitarían, pero a veces las sombras
de quienes están ausentes opacan el resplandor de los presentes.
Ifigenia almorzaba las sobras del día anterior
cuando recibió una de las llamadas que más esperaba. No hacia falta que él le dijera
quién era. Ella podía reconocerle la voz al instante.
—¡Qué bueno que me llamas, mi Ángel! ¿Qué hora
es allá?
—¿Cómo no la iba a llamar, abuela? No lo había
hecho antes porque estaba trabajando. Acá son, más o menos, las siete de la
noche.
–¡Qué! —exclamó la doña, a quien las diferencias
horarias no dejaban de sorprenderle, año tras año—. Aquí apenas estamos
almorzando.
Antes del anochecer, ya cada uno de sus nietos
que tenía repartidos entre Inglaterra, Chile y Argentina, había telefoneado a su
abuela para felicitarla. Luego de cada llamada, Ifigenia no podía evitar
transportarse a una época reciente que ahora le parecía tan distante. Aquella en
la que era feliz y no lo sabía, cuando tenía a sus cinco hijas y diez nietos en
casa y la algarabía era tal que no podía hablar en paz con nadie. Un tiempo en
el que su hogar siempre olía a cachapas y a mantequilla derretida.
Para la abuela, estrellarse contra la realidad
era siempre la parte más difícil de dejarse llevar por el tren de la nostalgia.
Ese momento en el que se percataba nuevamente de que ya nada era igual, y de
que lo que una vez fue cotidiano, ahora podría no volver a ocurrir jamás. Esta era la razón por la que ella trataba de
no evocar el pasado, cosa que no podía evitar hacer en su cumpleaños.
Sin embargo, algo que Ifigenia no esperaba
ocurrió mientras comía su pastel en compañía de los parientes que aún se encontraban
en Venezuela: se sintió afortunada. Al ver a todos a su alrededor y recordar
también cada llamada recibida, se dio cuenta de que aún tenía consigo a su
familia, pues todos le habían dedicado unos minutos de sus días sin importar dónde
estuviesen. La cumpleañera supo entonces que quienes se habían ido, en realidad
nunca habían dejado de estar presentes; y en ese preciso momento, finalmente, Ifigenia
sonrió.