20091228

Recuerdos Ajenos

El día comenzó como cualquier otro. Julieta se levantó de la cama, utilizó el retrete, lavó sus dientes estando aún semidormida, se metió en la ducha, cerró por un minuto sus ojos para escuchar las gotas de agua caer sobre su cráneo, limpió su cuerpo, cerró la llave… en fin, hizo todo lo que solía hacer cada día al levantarse. La diferencia la notó al salir del baño y entrar en su habitación: todo era distinto. No había despertado en su cuarto.

Asustada, se vistió con lo primero que vio en el armario que estaba en el dormitorio donde se encontraba. Por suerte, la mujer que vivía allí era de su misma talla. Quería salir lo antes posible del lugar en caso de que las personas que la habían raptado volviesen, pero antes de hacerlo, revisó someramente todo a su alrededor en busca de dinero para poder transportarse en la ciudad y también de pistas que le indicasen por qué estaba allí. Sin embargo, solo encontró 20 dólares, fotos y documentos de la dueña de la habitación, a quien no recordaba haber visto nunca. Todo lo que alcanzó a averiguar era que se llamaba Marta Delgado y era dos años menor que ella.

Corriendo todo lo que podía, salió del piso y bajó por las escaleras hacia la calle. Se montó en el primer taxi que vio y, luego de verificar que se encontraba en la misma ciudad donde vivía, le pidió al taxista que la llevara hasta su casa. Ya tendría tiempo para poner la denuncia en la policía más tarde.

Al llegar a su casa, tocó el timbre con insistencia hasta que le abrió una mujer a la que reconoció. “¡Hola Roberta! Estoy bien. ¡Gracias a Dios!”, le dijo al mismo tiempo que le daba un abrazo. “¡Nunca me había alegrado tanto de verte!”, agregó mientras entraba a su casa. “¿Estaban muy preocupados por mí?”, preguntó después, pero Roberta, la muchacha de servicio, no supo qué contestar. Estaba sin habla, lo que Julieta atribuyó al hecho de verla sana y salva. “Bueno, no te preocupes. ¿Diego está aquí?”, le inquirió entonces, a lo que la empleada contestó moviendo la cabeza negativamente. “Por favor, llámalo y dile que estoy bien y en casa. Lo esperaré en mi cuarto”.

Mientras aguardaba por Diego, su marido, observó las diversas fotos de los dos que se encontraban en la habitación. Recordó el día de su boda, el viaje que hicieron juntos a Cancún, la primera cita y muchos otros momentos que para ella eran inolvidables. Se alegró mucho de encontrarse a salvo. No podía esperar el momento en el que llegase su querido esposo. Por eso le sorprendió tanto que, cuando finalmente este entró en la habitación, le apretase los brazos en lugar de abrazarla y le preguntase: “¿Quién eres y qué deseas?”.

“¿Cómo que quién soy? ¿Te volviste loco?”, le respondió a Diego. “Soy Julieta, ¡tu esposa!”.

“¿Es esto una mala broma?”, le replicó.

“¿Qué te sucede? No entiendo. ¿No me reconoces?”.

“Pues la verdad es que no”, le contestó su marido. “Mi esposa está inconsciente en una clínica en este momento. Vine porque Roberta me dijo que algo extraño estaba pasando aquí y, además, para buscar algo de ropa para Julieta. Así que, por favor, no me hagas perder más el tiempo”.

“¡Diego! ¡Soy yo! ¿Qué debo hacer para que me creas? Nos hicimos novios el 5 de Enero del 2002 y nos casamos un 5 de Mayo del 2007, tu color favorito es el azul y odias que yo te llame ‘Didi’”, le dijo ella desesperada.

“Todo eso es cierto y hasta hablas como ella, pero mi esposa sufrió un aneurisma anoche mientras dormía y yo mismo la acompañé en la ambulancia al hospital. Créeme que sé dónde está ella”, le explicó él. “Además”, añadió, “¿te has visto en un espejo?”.

Julieta se dio cuenta en ese momento que no había tenido ocasión de ver su imagen en un espejo, salvo cuando se lavó los dientes medio dormida. No sabía cómo lucía. Con mucho miedo ante lo que iba a ver, abrió la puerta del armario para verse en el espejo que sabía estaba por el lado interno. Es difícil describir lo que sintió ella al verse, puesto que pocas veces en la vida nos enfrentamos a situaciones en las que absolutamente nada tiene sentido. El rostro que vio reflejado era el de la dueña de la habitación donde había despertado: Marta Delgado.

“¡No puede ser!”, exclamó. “No entiendo qué pasó. Tal vez nos realizaron una cirugía o algo, pero te juro que soy Julieta. Si no lo fuera, ¿cómo explicas que sepa todo lo que sé sobre nosotros?”.

Por supuesto que Diego tampoco entendía nada de lo que sucedía, mas estaba muy angustiado por la salud de su esposa como para preocuparse mucho por lo que le pasaba a la intrusa que tenía en frente. Después lidiaría con eso, mas no en ese momento. Así que le dijo a la que se hacía pasar por Julieta que esperara allí mismo si quería, pero que él se iría a la clínica para estar con su esposa.

Al llegar a la clínica, le recibieron con la noticia de que Julieta había recobrado el conocimiento y se encontraba despierta. Emocionado, entró a la habitación dispuesto a besarla y abrazarla, por lo que le desanimó mucho que ella se mostrase apática con él. “¿Qué tienes? ¿Algo te molesta?”, le preguntó a ella.

“No es eso. Es que no sé quién eres”, le contestó la mujer en la cama, sin mucha fuerza.

“Soy tu esposo”, le dijo.

“¿Esposo? Pero si yo no estoy casada”, le replicó.

“¿Perdiste la memoria? ¿No recuerdas quién eres?”, le cuestionó Diego.

“No la perdí. Yo sé quién soy”.

“¿Quién eres entonces?”, le preguntó él, intrigado.

“Mi nombre es Marta Delgado”.


Y así fue como estas dos mujeres, que jamás se habían visto, tuvieron que aprender a vivir en un cuerpo ajeno. Nadie pudo explicar nunca cómo ni por qué, Marta y Julieta habían intercambiado sus recuerdos.