20120301

La Plaza de las Golondrinas


No todos los días transcurrían de la forma que Margarita hubiese querido. Ella preferiría tener, cada mañana, la oportunidad de desayunar con su madre; los mediodías, de almorzar con su papá;  en las tardes,  de jugar con su sobrino y  conversar con sus hermanos;  por las noches, de salir a tomarse algo junto a sus amigos de toda la vida;  y justo antes de dormir, de  llenar de besos y abrazos a su abuelita. Lamentablemente, la muchacha pocas veces tenía la ocasión de realizar al menos una de estas cosas: las distancias se lo impedían. Sin embargo, nadie que la observase por la calle o en su trabajo, se daría cuenta de lo poco que sus días reales se parecían a su jornada perfecta. Margarita siempre daba la impresión de ser la niña más feliz del mundo.

Indudablemente, ella vivía contenta. ¿Por qué iba a permitir que la soledad le amargase la existencia? Todas las noches se iba a la cama con una buena dosis de esperanza: tenía mucha fe en que, tarde o temprano,  volvería a reunirse con sus seres queridos de forma constante. Por los momentos, le bastaba con lo mucho que las telecomunicaciones le acortaban las distancias. Era una optimista sin remedio y ella lo sabía. Le gustaba serlo.

No es de extrañar entonces que, a sus compañeros de trabajo y vecinos, les encantase disfrutar de la compañía de Margarita. ¿A quién no le gustaría estar junto a una persona que muy pocas veces esté amargada y que se ría con frecuencia?  Ella les ayudaba a levantar el ánimo del grupo, y por eso siempre la invitaban a todo cuanto hacían; lo cual no quiere decir que la muchacha siempre aceptase, pero por lo general… lo hacía.

En diversas ocasiones, iban a tomarse algo al bar que estaba situado frente a la plaza de las golondrinas. Margarita nunca recordaba el nombre real de la plaza, por lo que se refería a ella de ese modo. En dicho lugar, había también una fuente de mediano tamaño. Muchas veces, la joven se ausentaba un rato de la mesa donde estaban sus amigos y se iba hasta la fuente a contemplarla unos minutos. Más por costumbre que por superstición, también arrojaba una moneda al agua y pedía un deseo. En realidad, no pedía nada en concreto. Simplemente, pensaba en su familia y amigos queridos. Le relajaba un poco hacer eso.

Margarita acababa de lanzar una moneda cuando conoció a Ignacio. “Dicen que si arrojas dos monedas, el deseo se te cumple el doble de rápido”, fue lo primero que le dijo él. Ella no se había percatado de su presencia. Cuando lo vio, a pesar de que le intimidaba un poco su mirada, había algo cálido en ella que le daba una sensación de seguridad y bienestar, por lo que decidió seguirle la corriente. “¿De verdad?”, le replicó, y acto seguido arrojó una segunda moneda a la fuente.
“¡Sí! ¡Ya verás qué rápido se te cumple!”, le contestó Ignacio al mismo tiempo que se arremangaba la camisa. Margarita se sorprendió mucho al ver cómo el muchacho introdujo su brazo en el agua –la cual debía estar casi congelada- y recogió las dos monedas como si nada. “¡No te vayas!”, le susurró, y en seguida se marchó hacia los alrededores de la plaza.

La muchacha no comprendía nada, mas, de todas formas, decidió esperar al extraño chico. Por fortuna, fue poco el tiempo que tuvo que hacerlo. “¿Viste qué rápido se te cumplió tu deseo?”, le dijo él mientras le entregaba una de las dos tazas que traía consigo. “Ehhh... ¿cuál deseo, si se puede saber?”, le cuestionó Margarita. “¿No pediste poder beber una buena taza de chocolate caliente en este momento?”, le replicó Ignacio. “No lo creo,” contestó ella, “ni siquiera soy muy fanática del chocolate”. “Mis disculpas, entonces”, le dijo él, “evidentemente, fue mi deseo lo que la fuente cumplió”.

-H.G.