20070630

El último abrazo

Hoy hace una semana del día más terrible de mi vida. Me acosté a dormir la noche anterior con total tranquilidad, y desperté a la mañana siguiente con la noticia que lo cambiaría todo. El pasado 23 de junio, poco antes de las ocho de la mañana, mi padre tuvo un accidente mientras practicaba su hobby: el ciclismo de montaña. Una joven e inexperta mujer, en estado de ebriedad por haber pasado toda la noche anterior bebiendo, lo arrolló con una camioneta y lo dejó sin vida instantáneamente... casi un mes antes de que cumpliera 55 años. En todo caso, los detalles del accidente son algo sobre los que no deseo hablar.

Mi padre era muy querido en la región donde vivía, y las enormes manifestaciones de cariño y afecto que recibió durante su funeral y sepelio, así como el gran apoyo recibido de todos los amigos, nos ayudó mucho a mí y a mi familia para, poco a poco, ir saliendo de este trance. También ha ayudado muchísimo la fe, sobretodo a mi madre. Es cierto que no hay pruebas irrefutables sobre la existencia de la vida después de la vida, pero creer que sí la hay, creer que él está bien ahora junto a Dios, es muchísimo más reconfortante que pensar en que todo acabó el pásado sábado. Yo prefiero creer en lo que me hace más feliz, por tanto: Creo en el Cielo porque quiero.

A continuación, dejo unas palabras que le escribí a modo de despedida, y que fueron leídas al final de la misa que se celebró antes del sepelio. No tengo ánimo todavía para escribir alguna otra cosa.

No hay nada más cierto que ese refrán que dice: "¡nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde!", y nunca ha sido más certero que ahora, cuando nos percatamos de que éramos reyes y no lo sabíamos. En estos tiempos en los que es tan común verse agobiado por problemas políticos, económicos y de otras índoles; nosotros teníamos todo lo que necesitábamos para ser felices y no nos habíamos dado cuenta: nos teníamos el uno al otro, y, sobretodo, lo teníamos a él.

No voy a decir ahora que era el padre perfecto que jamás cometía un error, porque como todo ser humano, se equivocaba y poseía defectos; mas, sin embargo, eran tantas las virtudes y cualidades que tenía, que su brillo opacará cualquier pequeña mancha que pueda haber en la imagen que vamos a recordar de él. La mayor evidencia de esto, se puede ver en toda la gente acá reunida que, con un profundo y sincero dolor, se han acercado a despedir a mi padre, quien ha dejado una huella imborrable en todos nosotros.

Sin embargo, yo tengo fe en que él ahora se encuentra mejor que todos nosotros en el Cielo, lugar para el cual tantas veces rezó para poder entrar, y eso me reconforta. No me duele la forma en la que se nos ha ido, porque a pesar de que fue muy trágica, por la naturaleza de los eventos podemos prácticamente asegurar que no sufrió por las heridas recibidas: no tuvo tiempo para padecer. Tampoco me preocupa el futuro, porque sé que de una u otra forma nos la arreglaremos para seguir adelante, y sé también que no estamos solos y contamos con mucha gente buena que nos aprecia y apoya. Lo que me duele es no haberle podido decir adiós, ó, mejor aún, ¡hasta luego! Que me lo hayan arrancado sin haberle podido dar un último abrazo… un último beso. Me duele profundamente todo el tiempo perdido: todos los días, todas las horas, todos los minutos que dejamos pasar sin decirle cuánto lo queríamos y cuánto nos enorgullecía ser sus hijos, a pesar de que tenemos la certeza de que él lo sabía.

Mi padre no era un ser demasiado afectuoso, pero con sus actos nos hacía saber cuánto le importábamos, ya que siempre estaba allí para apoyarnos y cuidarnos. No tenía grandes fortunas para darnos todos los lujos que le habría encantado habernos dado, pero siempre nos dio todo lo que alguna vez le pedimos o necesitamos. Hoy, más que nunca, nos sentimos orgullosos de ser sus hijos y llevar el apellido de alguien que nos inculcó tantos valores y principios. Nos queda el consuelo de poder llevar la frente en alto sin que nadie nos pueda decir que él hizo algo malo. Siempre fue una persona honesta e íntegra, y con un gran corazón. Es difícil en los tiempos actuales hallar a alguien así.

En algún lugar allá arriba, sé que él nos está viendo y escuchando en este momento, y de alguna forma debe saber que esta es mi manera de darle ese último abrazo que nunca le di, y de decirle, a nombre de mi mamá, mis hermanos y yo: “¡Gracias por todo lo que nos diste! Gracias por haber sido un buen esposo y padre! ¡Hiciste un buen trabajo y nos sentimos muy orgullosos de ti! ¡Es una pena que te nos hayas ido, pero nos volveremos a ver… algún día! ¡Hasta luego!”.

¡Hasta luego!

20070616

El cofre de las lágrimas

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I Parte: "Desapariciones"

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Beatriz abrió el cofre y depositó en su interior cada una de las lágrimas que brotaban de sus ojos con infinita tristeza. Cuando era niña, su abuela le había dicho un día que ese era un cofre mágico, y que si hacía esto cada vez que algo la hiciese llorar, entonces la causa de sus penas dejaría de existir para siempre. Claro está, esto nunca había sucedido desde que la jóven tenía uso de razón, pero aún así, Bea seguía religiosamente las indicaciones que le había dado su Nana al momento de obsequiarle el pequeño baúl de madera. A Beatriz le gustaba pensar que la magia de algún modo existía.

El barro en sus zapatos le dificultaba cada vez más a Raúl avanzar. Un viento helado le congelaba el rostro mientras caminaba sin rumbo a través de ese terreno infértil y enlodado. "¿Dónde estoy?", se preguntaba. No tenía la menor idea de cómo había llegado a aquel lugar de eterna penumbra. Simplemente despertó allí, sólo y sin explicaciones. Vestido, por fortuna. Llevaba más de medio día deambulando por el sector y no había visto todavía al primer ser vivo. Definitivamente, nunca le había sucedido nada tan raro en su vida.

Los rayos de sol que se colaban a través de la ventana iluminaban parcialmente la habitación, pero la aclaraban lo suficiente como para arrancar a Beatriz de los brazos de Morfeo. Aún tenía entre sus manos al cofre en el que la noche anterior había escondido sus lágrimas, por lo que lo hizo a un lado y comenzó a prepararse para el inicio de un nuevo día. "¡Buenos días, Bea!", la interrumpió su mamá, "¿por casualidad pasó
Pekas la noche aquí contigo? ¡No la consigo en ningún lado para darle su comidita!". "¡Ay Madre, tranquila!", le respondió la hija, "¡Esa seguro está en el patio jugando o por allí escondida! ¡Ya verás que ahorita aparece!".

La chica desayunó media galleta de soda sin sal con unos pocos sorbos de café, se lavó los dientes, y se dirigió hacia la puerta de la casa no sin antes notar que algo faltaba en el pasillo hacia la sala. Restándole importancia, le gritó a su madre que partía hacía la universidad y salió a la calle. No le tomaba mucho tiempo llegar hasta su Alma Mater, pero los viernes deseaba que se le hiciese eterno el camino; ya que su primera clase era con el Profesor Bermúdez, alguien que le había hecho pasar muchos malos ratos durante la carrera y el único en reprobarle una materia en su vida. Los viernes, Beatriz definitivamente prefería no llegar nunca.

El color del cielo le parecía sobrenatural a Raúl. Era como un gris profundo y sombrío, pero a la vez muy vivo y llamativo, como en algunas de las historietas de superhéroes que leía. Era el cielo de una tormenta sin lluvia, al menos durante el tiempo que el chico llevaba allí. "¡Lo que me falta es que empiece a llover ahora!", se quejó Raúl mientras a lo lejos divisaba lo que parecía ser una silueta humana. "¡Por lo menos ya no estaré sólo!", se dijo, y sin pensarlo dos veces, corrió hacia la figura.

Por suerte para Beatriz, el temido profesor no llegó nunca, por lo que no tuvo que sufrir el martirio de su clase. Luego de asistir a una práctica de laboratorio de Química, y de llamar unas tres veces a su novio sin recibir respuesta alguna, se marchó hacia su casa para almorzar la buena comida de su madre. Sabía que no estaba bien para su dieta, pero no podía resistir la tentación de comer el pasticho que preparó la susodicha. "¡Hago media hora más de cardio esta tarde y quemo esas calorías de más!", pensaba satisfecha mientras degustaba del calórico plato. De pronto, la interrumpió el teléfono: su madrastra quería saber si habían visto a su padre, quien no había dado muestras de vida en todo el día. "¡Hoy como que está de moda perderse sin dejar rastro!", se dijo para si misma, y prosiguió con su almuerzo.


"Beatriz estoy muy angustiada. ¡Mira la hora que es y Pekas sigue sin aparecer!", le comentó su mamá despertándola de la siesta. "¿En serio? ¡Ahora sí qué es extraño!", replicó la chica medio dormida. "Y también desapareció el matero que tenía en el pasillo. ¿Será que nos robaron?", agregó la señora. "¿Quién es tan tonto como para entrar a una casa a robar y sólo llevarse una perra y un matero?", argumentó no sin razón la hija. Bea no sabía qué había pasado exactamente, pero por el momento lo único que quería era dormir. Después pensaría mejor en el asunto.

No hubo truenos. Tampoco relámpagos ni centellas. Sencillamente, empezó a caer una lluvia torrencial sin previo aviso. Raúl estaba sediento, por lo que intentó recoger un poco de lluvia entre sus manos para beberla, pero se llevó la sorpresa de que el agua era salada. "Si fuera lluvia ácida me habría quemado la boca y las manos", pensó el joven. "¿Será que llueve agua de mar?", se preguntó extrañado. Lo cierto era que llovía tan fuerte, que enseguida se formó una especie de río que se llevaba todo a su paso. Cuando el desorientado chico llegó adonde estaba lo que parecía una silueta humana, se dio cuenta de que sólo era un pequeño árbol seco al cual se aferró al notar lo rápido que se incrementaba el caudal del agua. Fue poco tiempo el que resistieron las débiles raíces del mismo, pero al menos las ramas le sirvieron a Raúl para flotar mientras era arrastrado por la corriente. El chico no sabía si estaba teniendo una pesadilla ó si estaba viviendo el peor día de su vida.

Beatriz y su madre buscaron a la perrita infructuosamente durante gran parte de la tarde y de la mañana siguiente. Extenuadas, se sentaron en unos bancos del parque a descansar. "¿Recuerdas el día en el que tu papá trajo a Pekas a la casa?", preguntó con nostalgia la mayor de las dos. "¡Cómo no lo voy a recordar si me mordió tan duro que lloré como por tres días!", contestó Bea. "¡Je! Eso te pasó por molestarla mientras comía", dijo su mamá riéndose. Rememorando aquel día, Beatriz entró en pánico. Algo hizo click en su cabeza y de pronto todo empezó a tener sentido. Recordó su llanto en esa oportunidad y también cuando se cayó y golpeó su cabeza con el matero del pasillo. Lloró cuando Bermúdez la reprobó en la universidad, y sobretodo lo hizo el día que su padre dejó a su madre por otra. ¡Cuántas lágrimas no le habían producido varias de las discusiones con su novio! En todas y cada una de esas ocasiones había utilizado el cofre mágico de su abuela y quién sabe en cuántas más. ¡Qué casualidad que todos los que la habían hecho llorar alguna vez se encontraban desaparecidos desde el día anterior!

Beatriz no le había dado mucha importancia al principio, pero ahora estaba aterrada porque ni su novio ni su padre le habían devuelto ninguna llamada. Se levantó y sin decirle palabra a su madre, se fue corriendo a su casa, específicamente a su habitación. El baúl de madera estaba intacto, sin ninguna marca o indicio de que algo hubiese pasado. Bea no sabía cómo lo había hecho, ni por qué el cofre había actuado hace dos días pero no antes. Carecía de pruebas que lo demostraran, mas algo en su interior le decía que el cofre era el responsable de lo que sucedía.

Nuevas lágrimas comenzaron a asomarse a través de sus ojos. Por su mente rondaba la idea de que tal vez no vería nunca más ni a su padre ni a Raúl, al que quería a pesar de las discusiones.
Beatriz nunca pensó que las palabras de su abuela debían interpretarse en un sentido tan literal, y le angustiaba la idea de que no hubiese marcha atrás. ¿Es posible revertir lo hecho por ese objeto del demonio? ¿Cómo podría hacerlo? Eran muchas las interrogantes a las que Bea debía encontrarles respuesta, y lo peor es que no tenía la menor idea de por dónde empezar a buscar. Sin embargo, se prometió a si misma que haría lo imposible por hallarlas.


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II Parte: "Adonay"

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Quería abrir los ojos pero no podía hacerlo. Aunque lentamente estaba recobrando la consciencia, todavía podía decirse que estaba soñando, o que por lo menos estaba en ese estado fronterizo que divide al mundo onírico del nuestro. Raúl tenía la esperanza de que cuando finalmente lograra despertarse, estaría de nuevo en su habitación como si nada hubiese pasado. Sin embargo, no fue exactamente eso lo que en realidad sucedió.

Observó a su alrededor y se dio cuenta de que era una especie de choza donde se encontraba. La cama en la cual reposaba estaba hecha de arcilla y lo cobijaba una manta hecha con hojas de palma. No había nada más en la habitación. Raúl intentó levantarse, pero desistió del intento cuando se percató de que estaba desnudo. Cubriéndose con la manta, se asomó por la puerta buscando alguna pista que le indicara en dónde estaba. Lo que encontró fue su vestimenta colgando de estacas, secándose con la brisa. Aún se estaba vistiendo cuando apareció por la puerta un hombre viejo.

"Mamá, ¿Usted qué sabe sobre el cofre que me regaló mi abuela?", le preguntó Beatriz a su progenitora. "¡Nada hija! Ella tenía ese cofre desde antes de que la conociera", le replicó esta. Luego agregó: "Una vez le pregunte sobre él, pero le dio vueltas al asunto y a la final no me contó nada. ¿Por qué lo preguntas ahora?". "Por nada... curiosidad simplemente", contestó titubeando Bea, ya que pensaba que su madre no le creería que el cofre era el causante de las desapariciones. "¡Quien puede saber algo es la Señora Antonia!", añadió la madre, "Después de todo, ella era su mejor amiga!".

La Sra. Antonia vivía en una casa de retiro al sur de la ciudad. Era una viejecita muy dulce que se angustiaba por nada. Cuando Beatriz le inquirió sobre el cofre, la anciana lo primero que hizo fue la señal de la cruz. Siempre se persignaba por cualquier cosa. "¡Yo sabía que ese instrumento del demonio algún día traería problemas!", afirmó la longeva mujer sin saber siquiera nada de lo ocurrido. Posteriormente, comenzó a relatar la historia que Bea quería escuchar. Lo que le contó fue lo siguiente: "Tu abuela era una mujer muy testaruda que odiaba que le dijeran qué hacer. Siempre fue muy liberal e independiente, a pesar de que las costumbres de la época no permitían esas cualidades en una mujer. Cuando tenía veinte años, convenció a sus padres y a los míos para que nos enviaran a Europa unos meses. Lidia, que Dios la tenga en su gloria (y aquí se persignó de nuevo), quería conocer al mundo. Lamentablemente, también conoció a un gitano del cual se enamoró perdidamente. Adonay -así se llamaba- la conquistó no porque fuera muy apuesto -que lo era-, sino porque en el fondo era una criatura indomable como ella. Todos los días le llevaba flores silvestres y nos invitaba a pasear por lugares increíbles que sólo su gente conocía. Cuando faltaban pocas semanas para nuestro regreso, tu abuela comenzó a preocuparse por lo que sucedería entonces y le comentó sus angustias a Adonay. Ella le pidió que se viniera con nosotras a América, pero él se negó diciendo que no podía abandonar a su gente ni a su tierra, que allá era adonde él pertenecía. Sin embargo, Lidia estaba tan enamorada del gitano, que le dijo entonces que ella se quedaría en Europa junto a él y que renunciaría a su familia en pro de ese amor que se tenían; pero Adonay no quiso. Le dijo que a pesar de que la quería mucho, él no podía ofrecerle la vida que tu abuela merecía, porque ese estilo de vida nómada de los gitanos no era para ella, y que además no quería ser el causante de que Lidia abandonase a su familia. Yo no sé si lo dijo con el corazón o sólo como excusa, pero lo que sí sé es que mi amiga quedó destrozada; tanto así que en lo que quedó del viaje apenas salió una o dos veces de la habitación del hotel y no quiso verlo más a él. La última vez que lo vio fue en el puerto mientras esperábamos para abordar el barco de regreso. Fue una sorpresa, ya que nunca le habíamos dicho exactamente qué día nos veníamos. Él se le apareció de repente, pidiéndole disculpas por haberla hecho sufrir; y como despedida, le obsequió ese cofre de madera que supuestamente construyó él mismo y que tenía poderes mágicos. Yo le dije a Lidia que arrojara ese objeto maligno al mar porque seguramente tenía una maldición gitana encima, pero ella no quiso. Ese cofre era lo único que le quedaba como recuerdo del gran amor de su vida".

"¡Por fin ha despertao', joven!", le dijo el viejo cuando lo vio. "Ha estao' dos días inconsciente, ¿sabe?", agregó de inmediato como si supiera lo que Raúl le iba a preguntar. "¡Debió de tragar mucha agua! Cuando yo lo encontré, estaba tendido sobre un tronco cerca de aquí colina abajo. El agua lo ha arrastrao' unos cuatro mil metros". "¡Muchas gracias por atenderme y salvarme la vida, Señor!", le agradeció el joven, "¿Puedo preguntarle cómo se llama?". El anciano lo miró con compasión y le dijo: "¡Claro que puede, joven!... Pero lo que realmente desea saber es qué lugar es este. ¿No es así?", le replicó el viejo hombre. "Pues más bien lo que quiero saber es cómo puedo salir de aquí y regresar a mi hogar", le contestó Raúl. "En el tiempo que llevo aquí, he aprendido una o dos cosas sobre qué lugar es este", afirmó el anciano, "pero me temo que no sé nada sobre cómo salir de aquí. Si lo supiera... pues no estaría acá".

En el camino a casa, Beatriz recreó en su mente la historia que acababa de escuchar sobre su abuela Lidia. Pensó en lo mucho que debió de sufrir ella cuando regresó de Europa y en lo difícil que seguramente le fue resignarse a vivir su vida sin el gitano. A pesar de que lamentaba haber recibido de ella a ese "instrumento del demonio", como le decía la Señora Antonia, apreciaba mucho el gesto que tuvo su abuela al obsequiarle algo que significaba tanto para ella. Cuando arribó a su hogar, buscó en internet todo lo posible sobre los gitanos y su magia, pero no fue mucha la información relevante que pudo hallar. Le preocupaba la posibilidad de nunca encontrar respuesta a sus interrogantes, ya que no veía la forma de obtener información sobre el tema. No conocía a nadie perteneciente o relacionado con el pueblo "calé". Decepcionada, tomó el infame baúl entre sus brazos y se recostó sobre su cama observándolo fijamente. Mientras admiraba a la bella media luna que tenía grabado el cofre en su costado frontal, Bea se quedó dormida.

El paisaje no era hermoso ni agradable, mas era difícil dejar de contemplarlo. No sé podía ver muy lejos debido a que una tenue bruma lo envolvía todo; sin embargo, era obvio que no había mucho alrededor de la colina donde estaba la choza. A lo lejos, una torre oscura se divisaba -la cual contrastaba con el firmamento amarillento que se extendía sobre ellos-, pero nada más. "¡Me parece que sí voy a querer que me cuente qué clase de lugar es este!", le comentó Raúl al anciano en cuanto lo notó observando al horizonte junto a él. "Pues le voy a contar un resumen de lo que yo sé, joven... pero le advierto que usted va a pensar que yo estaré inventando todo, mas le aseguro que no es así", comenzó explicando el viejo. Raúl no dijo nada.

"Existe una leyenda acerca de un mago que le construyó a su amada, un cofre encantando que hacía desaparecer a todo aquello que la hiciese llorar", inició su historia el anciano. "En realidad, el cofre no hacía desaparecer esas cosas, sino que las transportaba a un mundo alterno y fantástico, desde el cual no le volverían a hacer daño jamás". El señor hizo una breve pausa y mirando fijamente a los ojos de su interlocutor, agregó: "Ese mundo alterno y fantástico es el lugar donde te encuentráis ahora: alguién lloró por ti y colocó sus lágrimas en el artefacto que hizo el mago".

Raúl al principio pensó que lo que había escuchado no era más que una mala broma de parte del viejo; por lo que, por educación, sonrió. Sin embargo, al notar que el septagenario se mantenía serio e inmutable, el joven se percató de que la explicación que había dado el hombre no había sido dada a modo de chiste. "No quisiera faltarle el respeto", aclaró el muchacho, "pero... ¿Usted de verdad pretende que yo me crea eso del mundo alterno y fantástico?".

"¡Espero que lo crea!", le replicó el anciano.

"¿Y por qué razón iba yo a creerle todo ese cuento del cofre encantado?", insistió Raúl.

El otro hombre empezó a caminar colina abajo, y, al cabo de diez pasos, giró su cabeza en dirección hacia donde aún estaba el joven parado. Luego, actuando como si simplemente le estuviera dando la hora a Raúl, le dijo: "¡Porque yo fui quien lo ha construido!".


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III Parte: "Segundas oportunidades"

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Adonay caminaba sin decir palabra. Raúl, a pesar de ser mucho más jóven, pasaba trabajo para llevarle el paso al viejo. No estaba acostumbrado a caminar sobre ese suelo arenoso y blanquecino. “Lo que estáis pisando, como tal vez ya te has dao' cuenta, es sal”, dijo el gitano, “Sin embargo, ¿has visto algún mar u océano por aquí cerca?”. Antes de que el interrogado pudiese responder que no, el anciano añadió: “Eso es porque la sal que véis no proviene del mar sino del río en el que casi os habéis ahogao'. El río, que ya se ha secao', no era realmente de agua, sino de lágrimas. ¿No os ha parecio' salada el agua?”.

Raúl asintió. Comenzaba a creer en lo que le había dicho Adonay antes de iniciar la caminata, y veía asombrado cómo aquella historia absurda empezaba paulatinamente a cobrar sentido. El viejo notó el cambio de actitud en su compañero, y procedió a contarle todo sobre el cofre, empezando por su historia con su adorada Lidia. Le habló también sobre la diosa Alako, que era la luna, en cuyo honor fue realizado el objeto de madera y que fue quien le concedió los poderes mágicos al baúl. El mismo fue construido en la noche de un seis de junio durante el primer quinquenio de los años 30, y aquél año concordó con el primer día de luna nueva. Adonay explicó que el cofre haría desaparecer a los causantes de lágrimas del mundo real, cada vez que el 6 de junio coincidiera con el inicio de la luna llena ó la luna nueva, lo que él estimaba que ocurría aproximadamente cada diez años. El cofre dejaba de funcionar pasado un mes.

No tardaron mucho en llegar hasta la torre oscura que se divisaba desde la colina donde estaba la choza. Estaba custodiada por soldados muy pálidos vestidos totalmente de gris y que gritaban consignas en alemán. Arriba, en una especie de balcón, un hombre de baja estatura y bigote ridículo, también carente de todo color, aparentemente daba un discurso a una muchedumbre inexistente. “¿No es Hitler?”, le preguntó Raúl asombrado al gitano, sin saber que Adonay estaba en esa dimensión extraña desde un poco antes de que el megalómano teutón se hiciera tan conocido en todo el mundo. “No estoy seguro de saber de quién me habláis. Recuerdo que en aquellos días la gente hablaba de las atrocidades que hacía un presidente alemán que si no me equivoco se llamaba parecio'. ¿Creéis que sea él?”, le replicó el viejo. “Sí, es él”, contestó el joven, “lo que no entiendo es por qué está en blanco y negro. ¡Es como si no fueran totalmente reales!”. “Es que no lo son”, respondió el sabio gitano, “ El cofre transporta a este mundo a todo aquello que le haya causao' lágrimas a su dueño, pudiendo ser cosas y personas, pero también leyendas, ideas, o incluso algo que hayáis visto en el cine”. “Entiendo”, dijo Raúl, “me imagino que la abuela de mi novia lloró por algún reportaje que vio en blanco y negro sobre Hitler en el cine o en televisión”. “No conozco eso último que habéis mencionao', pero asumo que tenéis razón en lo que has dicho. Alako interpretó que quien causó las lágrimas no fue Hitler en sí, sino lo que Lidia había visto en el cine, por eso estos seres no son realmente personas con inteligencia, sino que son personajes de una película. Siempre están haciendo lo mismo y no te responden si les preguntáis algo”.

Raúl no deseaba preguntarle nada a ellos, mas sí a Adonay: quería saber cuantas cosas extrañas había visto desde que estaba en ese mundo. Como si le hubiese leído el pensamiento, el anciano le comentó enseguida: “No tenéis idea de todas las cosas que he visto aquí: fantasmas, monstruos, dinosaurios, de todo”. Luego agregó: "Tampoco tenéis idea de las cosas sencillas que no imaginas conseguir aquí y sin embargo las consigues: como armarios llenos de ropa, por ejemplo". "¿ARMARIOS?", exclamó sorprendido el joven. "¡Pues sí! Mi teoría es que algún niño habrá llorado de noche confundiendo lo que hay en el armario con algo monstruoso, pero no lo puedo comprobar".

El gitano tampoco había podido comprobar jamás su hipótesis sobre la manera en la que podrían salir de allí. Según le explicó a Raúl cuando estaban de vuelta en la choza, se le había ocurrido que tal vez si alguien llorase debido a lo hecho por el baúl y depositase sus lágrimas en él, existía la posibilidad entonces de que se revirtiese el efecto del mismo. "Sin embargo,", se lamentaba Adonay: "¿Cómo puedo comunicarle esta idea a quien esté en posesión del cofre en este momento?". Era imposible y él lo sabía. Tenía que ocurrirsele a la dueña del baúl por cuenta propia.

Beatriz no estaba ni cerca de llegar a una conclusión semejante. Entendía muy poco de lo que estaba sucediendo a su alrededor y no sabía absolutamente nada sobre cómo funcionaba el cofre realmente. No se puede decir que fue perezosa en su búsqueda de respuestas, pero ¿cómo se puede hallar algo que no existe? Pasaba las noches en vela, angustiada pensando sobre el asunto sin llegar a ningún lado. Transcurridas tres semanas, le atormentaba la noción de que tendría que resignarse a no volver a ver nunca más ni a su novio ni a su padre. Sin embargo, en una de estas noches de insomnio, poco antes de que se cumpliera un mes de aquel fatídico día, la joven lloró mientras sostenía al objeto mágico en su regazo, y sin percatarse de ello, algunas de sus lágrimas cayeron en su interior.

Amaneció y de pronto la claridad invadió a toda la habitación. Se levantó de su cama aún con sueño, y se dirigió hacia la ventana para ver si había vuelto a llover. Lo que vio por la ventana realmente sorprendió a Adonay. Ya no veía el paisaje árido de siempre, sino algo diferente. Se frotó los ojos con las manos, y cuando vio de nuevo a su alrededor, reconoció que se encontraba en su vieja habitación, la cual se encontraba como si no hubiesen pasado tantos años desde la última vez que la vio. De milagro no se le paralizó el corazón cuando se acercó al espejo y se vio joven, como alguna vez lo había sido. Ya no habían arrugas en sus manos y de nuevo se sentía con energías. Salió por la puerta y se encontró con el nefasto cofre sobre la mesa. "¿Qué hace aquí?", se preguntó. Estaba seguro de que no había sido un sueño todo el tiempo que estuvo en aquel tétrico mundo, pero no tenía una explicación para lo que le estaba sucediendo. No entendía absolutamente nada.

En la cocina estaba su octagenaria madre preparándole el desayuno. Apenas la vio, la abrazó muy fuerte y le besó todo el rostro. Quien los hubiese visto, habría dicho en modo de broma que parecía que no había visto a su mamá en años, sin saber que tenía razón. "¿Qué día es hoy?", inquirió adonay. "Cinco de junio, hijo", le contestó su madre, y en ese momento el gitano lo comprendió todo. Alguien había llorado por el cofre y depositado en él sus lágrimas, por lo que Alako revirtió todo lo que había hecho y lo había devuelto al día en el que una vez terminado de fabricar el baúl, se lo había ofrecido a ella en un ritual para que esta le otorgara su poder mágico. No hace falta decir que lo siguiente que hizo Adonay fue destruir al macabro artefacto.

Cerca de setenta años después nacería su primer bisnieto. Su padre era Raúl, de quien Adonay se alegró mucho al verlo cuando su nieta lo trajo a su casa para presentarlo como su novio oficial. Sin embargo, la madre del bebé no era Beatriz, sino Aroa. Con la nueva sucesión de acontecimientos, Bea lamentablemente nunca llegó a nacer. Adonay le pidió perdón a Lidia el mismo día que despertó de nuevo en su hogar, ofreciéndole acompañarla en su viaje de regreso. Se casaron a los pocos meses de haber llegado a América, aunque los padres de Lidia nunca aceptaron del todo al gitano. Al no casarse ella con el abuelo de Beatriz, todo lo demás cambió. Por suerte para Raúl, había mucho de Bea en Aroa, por lo que no le costó mucho enamorarse de la nieta del gitano.

Adonay jamás le contó su experiencia en ese otro mundo a nadie, ni siquiera a Raúl, pero no había noche en la que no dirigiera su mirada hacia "Alako" y le diera las gracias por haber recibido de ella una segunda oportunidad. Lo que no sabía, es que en el fondo a quien debía darle las gracias era a Beatriz.


-¡Qué disfruten sobrevivir una semana más!

20070610

El País de las Casas Muertas

A veces me pregunto cómo se sentiría haber nacido y vivido en un país del primer mundo en lugar de en uno en vías de (sub)desarrollo. No lo sé y creo que nunca lo voy a saber, porque aunque pueda emigrar hacia uno de esos países "avanzados", y aún en el poco frecuente caso de que sea recibido como uno de ellos, ese lugar nunca será el país donde me crié, y los nuevos conocidos nunca serán los amigos con los que compartí momentos de mi infancia y de mi adolescencia.

Me gustaría saber qué se siente ir a dormir sin el temor de que todo lo que conoces se esté resquebrajando a tu alrededor. Aunque fuese por un momento, quisiera percibir cómo sería despertar cada mañana sin la nefasta certeza de que cada día que pasa estás un día más cerca de un nuevo adiós. Tres veces me ha tocado despedirme de alguien cercano y tres veces se ha ido, en diferentes proporciones, una parte de mí con ellos; y en todas termino preguntándome: ¿cuándo emprenderá el resto de mi ser ese viaje? Porque a pesar de que nadie me obliga a hacerlo, el temor de quedar atrapado en los fragmentos de un país de futuro sombrío es muy grande.

Me siento como el protagonista de una nueva edición de aquella novela de Miguel Otero Silva llamada "Casas Muertas", sólo que en esta ocasión, no es el poblado de "Ortiz" el que está muriendo, sino que es el país completo. Es muy triste que esto sea así, pero es natural que cada quien vaya tras lo que considere sea lo mejor para sí mismo, y con tanta inseguridad política, económica, y jurídica que reina en Venezuela, lo mejor generalmente se encuentra en el exterior, ó, al menos, así parece ser.

En este país, las casas se están muriendo y sus habitantes divagan como fantasmas entre los recuerdos de un ayer más próspero.

-H.G.