20230728

Tardes de Domingo

Una vez alguien me dijo que era de mal gusto suicidarse un domingo. No me conocía aún, pero al verme contemplando el vacío desde un balcón del cuarto piso de la biblioteca central, cosa que solía hacer por aquellos días sin motivo alguno, se acercó y me soltó esas palabras. 

–¡Y ni se te ocurra hacerlo por la tarde! Los que descansan el fin de semana, están desanimados por la pronta llegada del lunes, y las pobres almas que trabajan, como los paramédicos de turno, lo último que querrían sería lidiar con una tragedia–. Agregó para justificar lo que había declarado antes. Nunca supe si me habló porque de verdad pensaba que iba a saltar o simplemente para iniciar una conversación conmigo.

–Allá se fueron mis planes para esta tarde–, le respondí. –¿Ahora qué voy a hacer?

–Podríamos ver una película aquí mismo– sugirió él. –Creo que hoy pasan un clásico de Chaplin–.

Y así fue como comenzó nuestro ritual dominical de pasar el tiempo juntos. Debido a compromisos familiares y por mi trabajo, sólo podíamos vernos ese día de la semana. De películas en la biblioteca pasamos a verlas en el cine, y cuando ninguna nos gustaba, explorábamos juegos de mesa o salíamos a comer. Y de esa manera estuvimos disfrutando de la vida, sin tapujos, una semana a la vez. En algún momento, él decidió robarme un beso, o yo permití que lo hiciera, y comenzó entonces el año más feliz de mi vida, si no de nuestras vidas.

Todo fue perfecto hasta que la situación del país lo llevó a tomar la decisión de emigrar lejos. Intentó convencerme de que me fuera con él, pero no me atreví a hacerlo. Pensaba en mi familia y en todo lo que me rodeaba; solo el hecho de empezar de cero en otro país me paralizaba. Durante esos últimos días juntos, nos vimos todo el tiempo, incluso cuando no era domingo, y nos prometimos no dejar de escribirnos. Al principio, cumplimos esa promesa a cabalidad, pero a medida que transcurrían los meses, la rutina diaria y nuestras responsabilidades se interpusieron, y poco a poco rompimos nuestro pacto. De aquel amor tan impoluto, solo nos quedaron los recuerdos.

Continuamente me preguntaba cómo le estaría yendo. ¿Seguiría en el mismo trabajo? ¿Habría cambiado de ciudad? ¿Estaría disfrutando de su nueva vida? Sentía el impulso de escribirle un mensaje de texto, pero siempre encontraba una excusa para posponerlo. “Seguro está ocupado ahora”, o, “Mejor durante el fin de semana”, me repetía. Y así, el tiempo se me escurría entre los dedos. 

Pasaron los años, pero una mañana de junio, de pronto, lo volví a ver en un café local. Me tomó por sorpresa su presencia y, aunque pensé en acercarme a saludarlo, se le veía tan sonriente y bien acompañado, que no me atreví a hacerlo. Decidí irme a casa y de inmediato le escribí un correo electrónico para contarle que lo había visto y que me alegraba mucho verlo feliz. Me di cuenta de que eran sinceras mis palabras, y de esa manera supe cuánto lo había querido realmente.

Esa misma noche recibí su respuesta. Me confesó que no sabía si era feliz, pero que estaba haciendo todo lo posible por lograrlo. Me contó que se había comprometido con alguien y que había regresado al país para obtener los documentos necesarios para su boda. Me propuso vernos antes de su partida, pero al enterarme de que se casaría y no conmigo, opté por desearle lo mejor de corazón y buscar cualquier excusa para no encontrarnos. No quería revolver el pasado cuando me había costado tanto superar su partida.

Una madrugada, cuando ya las redes sociales se habían popularizado, desperté con una solicitud de amistad suya, junto a un mensaje donde decía que había vuelto a ver aquella película de Charlot que habíamos visto cuando nos conocimos, y que eso le había hecho pensar en mí. Al mirar su perfil, vi una fotografía de su boda y, aunque moría de ganas por decirle que yo revivía aquel día cada hora de mi vida, decidí no aceptar su petición. Sabía que sería imposible resistir la tentación de obsesionarme con cada detalle de su vida.

Desde entonces, no supe más de él durante mucho tiempo, hasta que hace unos días recibí la noticia de que, cansado de la vida, había decidido marcharse un domingo por la tarde. Lloré profundamente, tanto por lo que fuimos como por lo que pudimos haber sido, pero sobre todo por lo que no hice para acompañarlo en la distancia. Ni siquiera tenía idea de que lo consumía la tristeza.

Cuando recobré la calma en la mañana siguiente, me di cuenta de que la elección del día de la semana para su partida no podía ser una casualidad. Seguramente fue su intento de comunicarse conmigo, como si quisiera decirme con un guiño que no le importaba que fuera considerado de mal gusto lo que hacía, que no me había olvidado y que nunca había dejado de ser mío. Al igual que las tardes de domingo, que aunque llevabamos tiempo sin compartirlas juntos, en realidad nunca habían dejado de ser nuestras. Jamás dejarían de serlo.

20191221

La sonrisa de Ifigenia


Ifigenia despertó sin abrir los ojos. Los mantuvo cerrados aun cuando sabía que no iba a poder dormir de nuevo. Como todos los días, el sueño la había abandonado a las primeras señales del alba sin intención de volver hasta ya entrada la noche. Ella pensaba que, si pretendía que dormía, podría dilatar el inicio de ese día que tanto había llegado a detestar.

Recibió su primera llamada poco antes de las ocho. Trató de ignorar el persistente timbre del teléfono tanto como pudo, pero enseguida entendió que no lograría retrasar lo inevitable más tiempo. Había llegado el momento de levantarse de la cama y enfrentarse a los fantasmas de ese día.

—¡Sí, me quedé dormida! —asintió Ifigenia cuando su hija le preguntó si era por eso que no le había contestado la llamada más temprano—. ¿Van a venir más tarde?

—Sí. Iré con las niñas en lo que salga del trabajo.

—Aquí las espero. ¡Vengan con cuidado!

Ifigenia aceptó con un leve entusiasmo la noticia de que su hija del medio iba a poder visitarla junto a sus nietas. Aunque sabía que la casa no iba a estar tan animada como en sus mejores tiempos, al menos así no estaría tan desolada.  Ella estaba al tanto de que no pasaría el día sola: sus hijas y nietos que vivían en el mismo pueblo también la visitarían, pero a veces las sombras de quienes están ausentes opacan el resplandor de los presentes.

Ifigenia almorzaba las sobras del día anterior cuando recibió una de las llamadas que más esperaba. No hacia falta que él le dijera quién era. Ella podía reconocerle la voz al instante.

—¡Qué bueno que me llamas, mi Ángel! ¿Qué hora es allá?

—¿Cómo no la iba a llamar, abuela? No lo había hecho antes porque estaba trabajando. Acá son, más o menos, las siete de la noche.

–¡Qué! —exclamó la doña, a quien las diferencias horarias no dejaban de sorprenderle, año tras año—. Aquí apenas estamos almorzando.

Antes del anochecer, ya cada uno de sus nietos que tenía repartidos entre Inglaterra, Chile y Argentina, había telefoneado a su abuela para felicitarla. Luego de cada llamada, Ifigenia no podía evitar transportarse a una época reciente que ahora le parecía tan distante. Aquella en la que era feliz y no lo sabía, cuando tenía a sus cinco hijas y diez nietos en casa y la algarabía era tal que no podía hablar en paz con nadie. Un tiempo en el que su hogar siempre olía a cachapas y a mantequilla derretida.

Para la abuela, estrellarse contra la realidad era siempre la parte más difícil de dejarse llevar por el tren de la nostalgia. Ese momento en el que se percataba nuevamente de que ya nada era igual, y de que lo que una vez fue cotidiano, ahora podría no volver a ocurrir jamás.  Esta era la razón por la que ella trataba de no evocar el pasado, cosa que no podía evitar hacer en su cumpleaños.

Sin embargo, algo que Ifigenia no esperaba ocurrió mientras comía su pastel en compañía de los parientes que aún se encontraban en Venezuela: se sintió afortunada. Al ver a todos a su alrededor y recordar también cada llamada recibida, se dio cuenta de que aún tenía consigo a su familia, pues todos le habían dedicado unos minutos de sus días sin importar dónde estuviesen. La cumpleañera supo entonces que quienes se habían ido, en realidad nunca habían dejado de estar presentes; y en ese preciso momento, finalmente, Ifigenia sonrió.

20191020

Un cuento de hadas 2.0

Mari no quería ser grande, pero sabía que tarde o temprano iba a serlo. Lo descubrió a los cuatro años cuando su padre le hizo esa pregunta que los adultos les hacen a los niños en cualquier parte del mundo:

—¿Qué quieres ser cuando crezcas?

—¡Yo no voy a ser grande! —le había respondido ella con toda la naturalidad de quien está muy seguro de lo que dice, mas su papá entonces la sentó sobre su regazo, la abrazó y, a modo de suspiro, le dijo:

—¡Ojalá fuese eso posible, mi pequeña!

Y fue así como la niña supo que tendría que crecer. Como ella misma diría años más tarde:

—Crecer forma parte de la inexorable ley de la vida.

A Mari tampoco le gustaba ver a nadie triste. Cuando eso sucedía, hacia todo cuanto estuviese a su alcance para remediarlo. Por ejemplo, en cierta ocasión que acompañó a su padre a comprar pan, vio a un chiquillo con ropa que no era de su talla y que llevaba un rastro de melancolía en la mirada. El aroma a pan recién horneado empapaba al ambiente.

—¿Por qué está triste ese niño? —le preguntó a su papá—. ¿Es porque no tiene juguetes?

—Lo está porque quienes debían encargarse de hacerle feliz no pueden hacerlo o se han olvidado.

—¡Qué pena! ¿Por qué se olvidaron de él? —le preguntó nuevamente su hija con tanta compasión que de pronto su padre también se sintió terriblemente mal por el pobre niño.

—No lo sé, pero no debieron haberlo hecho. —Y para animarla un poco, luego agregó—: A ver... ¿qué se te ocurre que podamos hacer para contentarlo?

Desde luego, Mari ya venía pensando en eso, por lo que, sin dudarlo un segundo, contestó:

—¡Démosle un juguete!

—Algo de comer era lo que tenía en mente —dijo su padre, quien además tenía en mente a su bolsillo.

—¡Buena idea, un juguete y algo de comer! —afirmó la niña con emoción, y a su padre no le quedó más remedio que complacerla. Por suerte, Mari contaba con un papá que se desvivía por hacerla feliz.

De comer, le compraron un pastel de queso y, para jugar, uno de esos aparatos que permiten ver imágenes tridimensionales a través de un visor. A Mari le había encantado uno que le habían regalado a ella y estaba segura que al niño también le encantaría.  La cara de emoción que puso el chiquillo al recibir su regalo era difícil de poner en palabras, pero Mari lograba imitarla bastante bien cuando relataba lo ocurrido a su familia y amigos.

—¿Viste, Pequeña? ¡Tú lograste hacer feliz a un niño triste! —le dijo su padre cuando ya estaban camino a casa.

—¿Yo? ¡Pero si fuiste tú quien compró todo!

—Sí, pero fue tu idea. Tienes el don de hacer feliz a la gente.

—¿En serio? ¿Como las hadas? –le preguntó inocentemente su hija.

—Supongo que sí, pero... ¿Qué tienen que ver las hadas con todo esto?

—¡Es que las hadas son quienes hacen felices a los personajes de los cuentos! —Le aclaró sabiamente la niña—. ¿Qué hubiese sido de Cenicienta sin su hada madrina?

—¡Es que tú eres un hada! ¿No te lo había dicho ya?

—¿Yo, un hada? ¡Pero si las hadas vuelan y yo ni siquiera tengo alas! 

—No te preocupes por eso. ¡Ya te crecerán las alas cuando crezcas!

Y fue a partir de ese momento que la niña comenzó a sentir algo de emoción por crecer. Ella quería tener sus alas de hada. Mientras tanto, decidió dedicarse a hacer felices a quienes la rodeaban, para lo cual la verdad era que Mari no tenía dificultad alguna.

En cierta ocasión cuando tenía ocho años y se encontraba jugando en el parque, vio a un niño que, oculto detrás de un árbol, observaba fijamente hacia el horizonte como si estuviese a la espera del gran acontecimiento de su vida.

—¿Qué haces? —Le preguntó nuestra hada al vigilante de poca edad.

—Shhh… Estoy esperando a que se aparezca un apache —respondió entre susurros el niño–. Mis hermanos mayores me dijeron que habían visto a uno aquí esta mañana. Así que, seguramente, si me quedo esperándolo acá, yo también podré verlo. ¡Siempre he querido ver a un Apache!

Mari sabía que en ese parque no había apaches. Tal vez, en el parque que quedaba al otro lado de la ciudad habría algunos, pero en este estaba segura que no. Sin embargo, no quería desilusionar al niño y decirle que había sido engañado por sus hermanos mayores, por lo que se le ocurrió una idea. Fue hasta la jaula donde más temprano había visto a un pavo real y le pidió al cuidador que le obsequiara una pluma de esa ave. Como nadie era capaz de negarle nada a esta niña cuando te miraba con ojos de caramelo, pronto Mari tuvo en su poder no una sino un manojo de plumas de pavo real. Las colocó detrás de una lejana roca de modo que, vistas desde el otro lado, sólo se pudiera ver la mitad superior de estas, y entonces llamó al niño que quería ver nativos.

—¿Ves aquella piedra que está allá? –le dijo nuestra hada con entusiasmo—. Detrás de ella, hay un apache escondido. Si te acercas un poco, podrás ver las plumas sobre su cabeza, pero, ¡Ten cuidado! Esas plumas indican que están en guerra, así que puede ser peligroso acercarse mucho.

—¡Sí, muy peligroso! —Asintió el niño, quien se acercó solo lo suficiente para poder ver el tocado de plumas y luego prefirió marcharse a casa para relatarle su aventura a sus hermanos, una y otra vez. Después de todo, no todos los días se podía ver a un apache de verdad.  Los niños se creen cualquier cosa, y el día en que dejan de hacerlo, dejan también de ser niños.

En otra oportunidad, Mari pasó junto a una niña que estaba llorando en el patio de su colegio.

—¿Oye, por qué lloras?

—Mis compañeras de clase van a hacer una fiesta y no me invitaron.

—No te preocupes —le dijo el hada—. ¡Nosotras vamos a hacer una fiesta mejor!

Esa tarde, Mari recibió en su casa a la niña que había estado llorando y, entre las dos, hicieron una fiesta del té que será recordada por siempre por todos sus invitados. Asistieron todos los muñecos de la anfitriona, así como también su perrita y su gata. Bailaron y se divirtieron con todos ellos, incluso con un osito de fieltro que tuvo que recibir atención médica porque se había desmayado de la emoción. Esta era la manera en la que Mari trataba de alegrar a todos a su alrededor, a quienes orgullosa les decía que ella era un hada. Una que todavía no tenía alas.
Durante más de un año, la joven hada examinó cada día el reflejo de su espalda en el espejo buscando cualquier señal que pudiera indicar que sus alas estaban por salir. Al cabo de un tiempo, la niña pasó a hacer este ritual un día sí y otro no. Luego, cada semana. Después, cada dos. Posteriormente, tres, y así sucesivamente hasta que, un buen día, algo terrible sucedió: Mari simplemente dejó de creer. Se dio cuenta de que nunca tendría alas y que ya no era un hada. En realidad, nunca lo había sido.

—¿Qué te pasa, Mari? —le preguntó preocupado su padre al verla sentada en un rincón de la casa con la mirada perdida—. ¿Por qué ya no estás tan alegre como antes?

—Nada. No te preocupes, papaíto.

—De un tiempo para acá, te noto desanimada. Diferente. Algo te pasa.

—Es que… me di cuenta de que no soy un hada. —le confesó su hija con tristeza—. ¡Gracias por hacerme creer que lo era, pero ya estoy muy grande como para seguir creyéndolo!

 —¿Y quién dijo que yo no te lo decía en serio?

—Nadie me lo ha dicho. No hizo falta. Ya sé que las hadas no existen.

—Mariela… —Comenzó diciendo su padre con la solemnidad de quien va a decir algo muy importante— ¡Tú eres un hada! Tú misma dijiste que el propósito de las hadas era hacer felices a los protagonistas de los cuentos. Para eso, no se necesitan alas ni varita mágica. ¿No te has dado cuenta de todas las personas a quienes has hecho felices en todo este tiempo?

De pronto, los rostros de todas las personas a quienes había ayudado le vinieron a la mente a la niña que había dejado de ser hada, incluidos los del niño desamparado con su pastel de queso, el chico que quería ver apaches, y la niña que tuvo una fiesta de té mágica.

—Sí, pero… pero… —Intentó decir Mari, mas no pudo completar la frase. Se había quedado sin argumentos.

—Cuando te dije que tenías un don para hacer feliz a la gente, no estaba mintiendo —le dijo su padre a la vez que le secaba las lágrimas con sus manos­—. Tú los alegraste con tus ideas y lo que hiciste por ellos. No necesitaste poderes mágicos.


Mari sabía que su padre tenía razón: realmente había hecho felices a muchas personas y animales sin utilizar otro poder que el de su imaginación. Le dio un beso a su padre y salió corriendo al jardín con una sonrisa adornándole todo el rostro. Estaba feliz porque nuevamente creía ser un hada. Esta vez, una de las que sí existían.