No todos
los días transcurrían de la forma que Margarita hubiese querido. Ella
preferiría tener, cada mañana, la oportunidad de desayunar con su madre; los
mediodías, de almorzar con su papá;
en las tardes, de jugar con
su sobrino y conversar con sus
hermanos; por las noches, de salir
a tomarse algo junto a sus amigos de toda la vida; y justo antes de dormir, de llenar de besos y abrazos a su abuelita. Lamentablemente, la
muchacha pocas veces tenía la ocasión de realizar al menos una de estas cosas:
las distancias se lo impedían. Sin embargo, nadie que la observase por la calle
o en su trabajo, se daría cuenta de lo poco que sus días reales se parecían a
su jornada perfecta. Margarita siempre daba la impresión de ser la niña más
feliz del mundo.
Indudablemente,
ella vivía contenta. ¿Por qué iba a permitir que la soledad le amargase la
existencia? Todas las noches se iba a la cama con una buena dosis de esperanza:
tenía mucha fe en que, tarde o temprano,
volvería a reunirse con sus seres queridos de forma constante. Por los
momentos, le bastaba con lo mucho que las telecomunicaciones le acortaban las
distancias. Era una optimista sin remedio y ella lo sabía. Le gustaba serlo.
No es de
extrañar entonces que, a sus compañeros de trabajo y vecinos, les encantase disfrutar
de la compañía de Margarita. ¿A quién no le gustaría estar junto a una persona
que muy pocas veces esté amargada y que se ría con frecuencia? Ella les ayudaba a levantar el ánimo
del grupo, y por eso siempre la invitaban a todo cuanto hacían; lo cual no
quiere decir que la muchacha siempre aceptase, pero por lo general… lo hacía.
En diversas
ocasiones, iban a tomarse algo al bar que estaba situado frente a la plaza de las golondrinas. Margarita
nunca recordaba el nombre real de la plaza, por lo que se refería a ella de ese
modo. En dicho lugar, había también una fuente de mediano tamaño. Muchas veces,
la joven se ausentaba un rato de la mesa donde estaban sus amigos y se iba
hasta la fuente a contemplarla unos minutos. Más por costumbre que por
superstición, también arrojaba una moneda al agua y pedía un deseo. En
realidad, no pedía nada en concreto. Simplemente, pensaba en su familia y
amigos queridos. Le relajaba un poco hacer eso.
Margarita
acababa de lanzar una moneda cuando conoció a Ignacio. “Dicen que si arrojas
dos monedas, el deseo se te cumple el doble de rápido”, fue lo primero que le
dijo él. Ella no se había percatado de su presencia. Cuando lo vio, a pesar de
que le intimidaba un poco su mirada, había algo cálido en ella que le daba una
sensación de seguridad y bienestar, por lo que decidió seguirle la corriente.
“¿De verdad?”, le replicó, y acto seguido arrojó una segunda moneda a la fuente.
“¡Sí! ¡Ya
verás qué rápido se te cumple!”, le contestó Ignacio al mismo tiempo que se
arremangaba la camisa. Margarita se sorprendió mucho al ver cómo el muchacho introdujo
su brazo en el agua –la cual debía estar casi congelada- y recogió las dos
monedas como si nada. “¡No te vayas!”, le susurró, y en seguida se marchó hacia
los alrededores de la plaza.
La muchacha
no comprendía nada, mas, de todas formas, decidió esperar al extraño chico. Por
fortuna, fue poco el tiempo que tuvo que hacerlo. “¿Viste qué rápido se te
cumplió tu deseo?”, le dijo él mientras le entregaba una de las dos tazas que
traía consigo. “Ehhh... ¿cuál deseo, si se puede saber?”, le cuestionó
Margarita. “¿No pediste poder beber una buena taza de chocolate caliente en este momento?”,
le replicó Ignacio. “No lo creo,” contestó ella, “ni siquiera soy muy fanática del
chocolate”. “Mis disculpas, entonces”, le dijo él, “evidentemente, fue mi deseo lo que la fuente cumplió”.
-H.G.
2 comentarios:
muy bonito el texto. Y el blog. Felicidades.
Muchas gracias! Un saludo
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